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27 ene 2007


EL PASAJERO Y SU CASA
Por Ana Istarú

Poeta costarricense Edmundo Retana publica libro escrito en Guayaquil


En el medio de un libro tatuado por la lluvia, una casa derruida nos espera. No es "una" casa, no es cualquier casa, sino aquella, la única, la primigenia, la que no podemos exiliar de nuestros sueños, la casa donde un niño de seis años marcado a fuego por el silencio, descubre "el camino hacia la sinuosa verdad del llanto”. La casa de los hermanos, donde convivieron Gardel, los naranjos y el miedo, el cansancio y las guarias de la madre, la tristeza sin sonidos de un padre que no termina de deslizarse hacia la ausencia.
La casa donde se alternan serenidad y espanto, donde lo mismo se acaricia como se golpea, la casa saqueada por la avidez y el rencor, la casa arrasada, desplomada, despoblada, en llamas, en escombros, la casa que se cayó y "vos sos la casa", la casa es José Edmundo, y la casa somos todos nosotros en la lectura difícil por lo dolorosa, ávida por lo diáfana, enceguecedora por lo deslumbrante, de este libro de ropaje sencillo, donde los versos demoledores son precisamente los que no se dicen, los que esconden bajo su plumaje sin artificio la dinamita sin sordina de su dolor.
En un universo poblado por padres e hijos, por soledad, viudez, separación y orfandad, la lluvia es el claro equivalente del llanto, y el pasajero, errático, vaga por la humedad del desamparo.
Poemario de un sufrimiento sin estridencias, de caída y redención, de pérdida y reparación, de muerte y de muertos que no abandonan, abre por fin un espacio a la esperanza. El nacimiento "el de un niño, el del amor por Betty, que mira el mar, el de un largo viaje espiritual al fondo de nosotros mismos-, es lo único que nos redime. "La bondad del universo" nos habilita la paz, nos autoriza al perdón, ese perdón reacio y difícil que debemos concederle a nuestra humana fragilidad.
Somos nuestro único ofensor en una travesía sin rabia ni villanos, sin rencores ni batallas, a pesar de que ternura y violencia comen de un mismo plato y las muertes diversas van carcomiendo la inocencia de raíz. El amor de la pareja es desencuentro, desde el baile no consumado de la adolescencia hasta el adiós no expresado de la partida: "Sé que estarás bien. Que irás comprendiendo mis motivos y me esperarás lealmente. Como esperan los buques en la niebla. Como esperan tu rostro mis ojos".
El entorno familiar es una ausencia poco a poco ensanchada, en el que "uno sabía que de todos era el último y el más pequeño, para siempre." Por lo que "me fui lentamente de la mano de ellos. Atrás quedaron las habitaciones donde arrellanaba el miedo, el hilo que me ataba a sus costumbres"... "No he vuelto desde entonces, a la casa de mis hermanos".
Pero de ese entorno donde amor y amenaza se pronunciaban con un mismo tono, el pasajero se libera construyendo su propio nido, reinventando en sí mismo al padre perdido, amando en su cachorro al cachorro que él también fue: "Como un animal que sabe proteger de las garras de otros animales mayores, del invierno voraz, camino sobre mi propia luz, cuidándote".
En estos poemas de ritmos subterráneos, el verso oculto bajo el recato de la prosa sólo deja entrever sus contornos al ser dicho en voz alta, y el ruido de abalorios de los adjetivos superfluos no mancha la pureza de su parquedad. El verso es tan breve como extenso fue su minucioso pulimento, y cada palabra, medida, tasada, ponderada con obsesión de orfebre, fluye sin embargo con desarmante sencillez.
Pasajero de la lluvia, más que una compilación de poemas, es un solo poema continuado y de largo aliento, cuya incontestable cohesión proviene no sólo de la omnipresencia del mundo de su infancia, sino del recorrido ascendente que realiza el pasajero por sus personales pasión, caída y redención, partiendo de la casa familiar para, en un final circular, llegar a confrontar de nuevo, con la sabiduría que otorga el dolor, la casa rota de su niñez.
Lección de contención y pureza, de alguna forma ejercicio de humildad formal, este libro se aboca, sin confesarlo, a conducirnos por este trayecto místico en el que, desgarrados y sucios en el barro de nuestra pequeñez, alcanzamos por fin el albo territorio de la paz.
Por el peso entrañable de su tema y por el fruto maduro de su oficio, Pasajero de la lluvia de José Edmundo Retana, abre una compuerta luminosa y perdurable en el paisaje de nuestra literatura, arrojando sobre nosotros la bocanada fresca de su poesía sin mácula, cálida y clara, accesible y serena, como la bondad humana.



Selección de Pasajero de la lluvia:



3


El golpeteo de las mesas, las risas, nos decían que algo no andaba bien en el fondo del salón adonde llegamos, ya tarde, con la idea de bailar un poco. El escarceo de sus risas nos puso en guardia, era de nosotros que reían, de nuestros torpes gestos de adolescentes, olorosos a alcohol, sudorosos y tristes.

De modo que ni siquiera intentamos sacarlas a bailar, más bien las mirábamos de lejos, sintiendo que quizás ellas también, como nosotros, andarían ebrias de soledad en las noches perdidas de los barrios del sur.


*


Uno se despertaba temprano para ir a misa y luego viajar en el bus mirándolo todo, quieto y sin hacer preguntas que de todas maneras papá no sabría responder. Uno se arrodillaba al entrar a la iglesia y pedía perdón sin saber por qué. Dios se parecía a papá. Él tampoco contestaba las preguntas.



*

tengo a la muerte
esperándome en la sala
desde hace tiempo espera
con gesto grave
mirándose las manos
no tiene prisa
cuenta
con todo el tiempo
del mundo
y yo finjo
no saberlo

*

De la casa que todos hicimos no quedan ya ni los cimientos. La casa de techo de teja, con una acera larga que daba a la sala donde las muchachas esperaban a sus novios no fue destruida por un cataclismo. Fueron nuestros actos que la saquearon, la avidez, el rencor en los pequeños hechos de cada día.

Los muebles, las sábanas y hasta los platos y los vasos fueron atesorados por los que partían. Cada uno tasó lo que le correspondía y tomó lo suyo sin que nada quedara sin repartirse. Cada uno despobló la casa al querer llevársela. No fue una cama ni un comodín sino la imagen oscura de esas cosas lo que cada uno sacó en la noche de la casa en llamas.

Como de los escombros no puede erguirse lo ya arrasado, no pretendamos que esa casa exista, es su sombra lo que aún pervive en nosotros.



* Edmundo Retana (1956) nació en San José, Costa Rica. Impartió conferencias y coordinó talleres literarios en Guayaquil, Ecuador, por invitación de la Universidad Católica de Guayaquil y la Sociedad Ecuatoriana de Escritores. Autor de Los bailes íntimos, 1991; Las sílabas de la tierra,1995 y Pasajero de la lluvia, 2006. Su obra poética aparece publicada en varias antologías de Costa Rica y América Latina.

16 ene 2007



El año literario se cerró con una excelente noticia: el Gobierno Nacional concedió el Premio Espejo, en la categoría correspondiente, a Miguel Donoso Pareja. La carrera de toda una vida de un hombre que, en tierras propias y ajenas, siempre bregó no solamente por la creación sino por la crítica, e impulsó a un sinnúmero de voces que hoy son realidades -ya no promesas- de las letras ecuatorianas y mejicanas.
Miguel Donoso Pareja es narrador, ensayista y poeta de renonocido prestigio en el país y fuera de sus límites.
Ha sido director de talleres literarios en Méjico y principal difusor de esa modalidad de formación de escritores en el Ecuador. Fue codirector de la Revista Cambio (Méjico) entre 1976 y 1981, junto a Julio Cortázar, Pedro Orgambide, José Revueltas, Juan Rulfo y Eraclio Zepeda.
Permanentemente invitado como jurado en concursos literarios (cuento, novela, poesía) en Méjico, Ecuador, Cuba, Panamá y otros países latinoamericanos).
En 1986 se hizo acreedor a la Beca Guggenheim de Literatura.
Trataremos de compendiar su obra publicada, pues se halla disponible en distintos géneros:
-Cuento: Krelko, El hombre que mataba a sus hijos, Todo lo que ionventamos es cierto, Lo mismo que el olvido.
-Novela: Henry Black, Día tras día, Hoy empiezo a acordarme, La muerte de Tyrone Power en el Monumental de Barcelona, Leonor.
-Memorias: La garganta del diablo.
-Ensayo: Los grandes de la década el 30, La literatura de protesta en el Ecuador, Sin ánimo de ofender, Ecuador: identidd o esquizofrenia, Nuevo realismo ecuatoriano.
-Poesía: Primera canción del exiliado, Cantos para celebrar una muerte, Última canción del exililado, Adagio en G para una letra difunta.

Casa de las Iguanas se congratula con la noticia y asiente con el anuncio de este reconocimiento. Después de trodo, $ 10 000 y una digna pensión vitalicia no le vienen mal a nadie. Y pocas veces los hemos visto más merecidos que en la figura de Miguel.

5 ene 2007

Condena o Salvación por la palabra

Por Miguel Donoso Pareja


Luis Carlos Mussó (1970), el “viejo” del grupo, Ángel Emilio Hidalgo (1973), Ernesto Carrión (1977) y Fabián Darío Mosquera (1983) son los autores de Porque nuestro es el exilio. En él proponen dos temas básicos, uno de vigencia permanente-la palabra (el verbo) como principio y fin de todo lo que existe al ser nombrado, su condenación y salvación simultáneas-y otro- el exilio- resucitado por la voluntad actual de un sector trasnochado de nuestra literatura que busca lo universal a partir de la negación de lo local, como si Pedro Páramo, hondamente mexicano, y el Ulises de Joyce, tan marcadamente irlandés, no tuvieran una enorme e innegable proyección universal. La emigración, además, es una vieja condición latinoamericana, como lo subraya García Márquez en su prólogo a ¡Exilio! (México, 1977), cuando dice: “Para muchos latinoamericanos tal vez el exilio ya sea la patria. Sobrevivientes del genocidio, la tortura o la cárcel, vagabundos en Paris o Nueva York, peones golondrinas, militares políticos, becarios conspiradores, compañeros efímeros que uno encuentra en Suecia o en México; obreros, escritores, estudiantes, forman- formamos-una legión errante que se identifica por ciertos rostros de desdicha o de furia fecunda…”. Esto, que en 1977 tenía ya una larga historia, es a estas alturas del partido más viejo que la sarna.

Los autores de este libro no se plantean el exilio así, en mi opinión, sino como una manera de no estar del todo- usando palabras de Cortázar- pero conservando las raíces, lo que es perfectamente válido.

El otro punto, el de la palabra como principio y fin de un universo que existe al ser nombrado, ese mundo otro que es la escritura, la poesía en este caso, es decir la creación, los autores coinciden esencialmente en la propuesta. Así, la angustia de Mussó cuando inquiere: “Para qué la palabra, si sangra para que nazca el ángel en plena cabalgata. Para qué la palabra, para qué”, tiene su complemento, su respuesta relativa, cincuenta páginas después, por boca (puño y letra) de Ángel Emilio Hidalgo, quién subraya: “El hombre sabe que atraviesa / toldos de luz que inventa entre las sombras / por eso evita que le invadan las palabras”. Y agrega: “Comprendo que el verbo es uno solo / y a él se adscriben las voces incesantes” Ernesto Carrión, menos angélico, responde: “(…) dios existe; pero igual que un gran artista de maravillosas dotes, nada tiene que ver él con su obra” y “la poesía (…) HERMOSO MONSTRUO. Reflejo fiel del ser humano que no construye ni destruye nada. Acaso tu, la más segura de las máscaras que tuve, la más desvergonzada, no terminarás siendo otra cuando alguien pase tus páginas sin entenderte./ Cuando alguien piense este canto, para todos”. Al final, el diluvio, “Y como un cráneo golpeando la playa/ Golpea en mi rostro/ La palabra”, según reconoce Fabián Darío Mosquera.

Pero queda la poesía, su anhelo por un mundo distinto, esa poesía que está aquí, en este libro.
A pesar de su coincidencia respecto a la palabra como materia creativa, su deleznable y al mismo tiempo incólume vigencia, los textos de Mussó, Hidalgo, Carrión y Mosquera son completamente diferentes, obedecen a una organización discursiva específica en su individualidad.
Luis Carlos Mussó muestra un discurso metafórico con predominio de lo paradigmático –unidades yuxtapuestas, sin relaciones de causa y efecto-, lo que da como resultado un gran espesor expresivo, una verticalidad, que se traduce con un carácter no distributivo sino integrativo. Esto nos enfrenta a la necesidad de una lectura inmersa en lo que Greimas llama disfraz de subjetividad, es decir, requiere de un lector cómplice y subjetivo, creador al integrar el sentido global y permanentemente cambiante del texto.

Por eso, el contacto con la escritura de Mussó se vuelve un juego de intuiciones, un sentir, más que un entender, una resonancia doble –la del poema y la de su lectura-, la posibilidad de acceder a lo escriptible. Por ejemplo, si nos dice que “No es nada la muerte” y que “la vida sin la música continúa siendo un error” porque “la muerte no existe: obedece sobre todo a la música”, solo la complicidad creativa del lector, la cantidad de lexias- unidades de lectura – que éste maneje, irá provocando los sentidos permanentemente cambiantes del texto (según cada lector). En mi lectura la muerte existe mientras existe la palabra y como donde empieza la música mueren éstas, la vida sin la música continuaría siendo un error, seríamos inmortales.

Bien lo dice Mussó: “en la muerte nos aguarda la renovación (…) y llegan, en silencio, los hedores enhiestos de la resurrección. Entre huso y huso de una noche remota. Entre forma y descenso de un felicísimo naufragio”. Y todo queda dicho según mi lectura. A fin de cuentas sarcófago significa devorador de carne y, al mismo tiempo, tránsito hacia otras formas de vida, gusanos, podredumbre y cambio, pero también descanso. Carpe diem ante lo inevitable, entonces, como señala Mussó en su sólida y honda poesía.

Según Tinianov, el factor constructivo preponderante de la poesía es el ritmo. Y es verdad. Pero el ritmo está en la lengua, en sus resonancias más profundas, en la ductibilidad de la palabra, más allá del verso y de la rima, más allá del anapéstico o el anfibraico, metros del griego, imposibles en nuestra lengua.

Entre de los diferentes ritmos de los autores de este libro, Ángel Emilio Hidalgo opta por el verso al buscar musicalidad y, dentro de ésta o, mejor, precisamente por ésta, logra la transparencia del sentido, opera sintagmáticamente a través de una versificación cuya musicalidad ejerce una función distributiva que comunica sus contenidos sin oscuridades y más cerca del disfraz de objetividad que del de subjetividad, más cerca de Borges, podríamos decir, que de Onetti, más cerca de Miguel Hernández que de Eliot.

Así, Hidalgo es límpido, transparente, dueño de ese difícil logro de la sencillez. Leámoslo:

“No hay punto final,
lo que queda atrás se multiplica,
corre por el suelo y reproduce
la partitura original,
la sabiduría que conocen los oleajes:
que los hombres pasan y la lluvia queda,
que no son sino una gota,
un vaso de agua que bebiera el tiempo”

Esta esencialidad, esta sencillez rítmica no hace sino magnificar ese anhelo de pureza de los inicios, sabiendo, sin embargo, son palabras de Ángel Emilio Hidalgo, que “el tiempo nos hizo comprender / que nada vuelve a ser estanque de agua clara”, salvo su propia poesía, y que a pesar de que es “Demasiado largo el camino hacia la noche” es a esa mágica transparencia que caminan sus palabras.


En Ernesto Carrión lo angélico y lo demoníaco se enfrentan, más anecdóticamente lo segundo dentro de latigueantes trazos distributivos que irrumpen en las situaciones que desentraña dándoles matices dramáticos, incluso, melodramáticos. Carrión desea que “Por un día siquiera, sería bueno que el anverso y el reverso no estorbaran”. Entre tanto, despotrica, casi operático: “Poeta hijo de puta” (la puta es la poesía), “vago radical al que llaman demonio”, “ateo encolerizado, simio susceptible”. A través de diferentes personajes (estos, explica Noé Jitrik, son” el puente que liga una capacidad- la del lector- con un conjunto de significaciones”) vocifera. Y aparecen Pessoa (“tampoco soy yo mismo”), Lautrec (“el bien o el mal, la castidad o la impudicia serán siempre…), Jesús (“No sé quién de los dos está más solo / Desde que soy tu criatura”) Sófocles” (Solo al hombre le es dado preparar su ruina”), Genghis Khan. (“El don de mi ira”), Billy the Kid (“un animal destrozado que no logra justificar cómo ha vivido”), a partir de quienes Ernesto Carrión flagela y se flagela, se dice y se desdice, sabe que solo lo inmediato es verdadero (carpe diem), pero no es eso lo que quiere y frente a lo dionisiaco o lo fáustico anhela lo apolíneo o cree anhelarlo. Y es esta la manera en que lo expresa:

Yo he de decir aquí aparece el cielo
Yo he de decir aquí araré el principio
Yo he de fundar mi casa y no volver a partir
sobre terreno extraño


Fabián Darío Mosquera, el más joven, abre con un poema excelente -“Exhumaciones”-, presidido por un epígrafe de Ungaretti que habla de “la caridad feroz de los recuerdos”. Nostalgia prematura de Mosquera que reconstruye su infancia integrativa y paradigmáticamente, con un discurso donde la imagen es la rectora y la ternura una tensión sobria y honda. En este nivel mantiene su poesía, incluso en sus diversas tesituras- en sus dos sonetos, por ejemplo-, evidenciando, junto a su alta creatividad, un oficio manejado con propiedad y sapiencia, cerrando así el combate con y por la palabra de este libro en el que cuatro vocaciones –realidades poéticas indiscutibles- se salvan por la palabra, aun reconociendo su condena o, como señala bellamente Fabián Darío Mosquera, sabiendo que la palabra es “corteza en el árbol del humo” y el silencio “un cardumen de roedores”.

Hermosa, honda, variada y sin embargo unitaria, la poesía de este trovador es el cierre justo de un libro que enarbola una calidad envidiable donde, cito a Mosquera, “un cíclope vuelve a la noche buscando la semilla de los temporales” y los poetas engendran “con el ocio sagrado de la mente en llamas” una “selva de luces”.