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28 feb 2013


Tres poemas inéditos de Reina María Rodríguez donde se teje la cotidianidad a través de un piano que es agua, piel y espectáculo de una biografía que va solitariamente hablando su encuentro con el tiempo y con lo que se pierde entre página y página. El paisaje expuesto a su fragilidad donde la poesía hace uso de una realidad emotiva que alcanza en el lenguaje un horizonte repleto de sonido puro.






Morir dos veces

En alguna parte de la vecindad, alguien tocaba el piano…

Hoy ha muerto un piano.
El piano. Mi piano.
Le cayeron a golpes.
Lo asesinaron
porque tenía comején.
Su corazón estaba pudriéndose
como el mío, exactamente igual.
Sus cuerdas estallaron, abajo.
Sin sonidos, sin pasión.
Y no pude ver al bajar,
en qué funda envolvieron los restos,
su teclado amarillo, el alma.

Me fui al mar
culpable por no haberlo defendido
en su agonía.
Culpable por dejarlo morir dos veces.
La primera, cuando dejé de tocarlo hace años.

Así murieron dos veces mi padre y mi hermano
que compartían conmigo la butaca de caoba tallada
cuando tocábamos a cuatro manos, “Para Elisa”
y el gato Musso se acostaba encima,
en la tardecita
para vernos tocar desde esa perspectiva.

Siento el vestido congelándose en la espalda
ahuecada
ante el vacío del espacio dejado.
Siento el olor de la madera
subir desde el basurero donde lo echaron
a reclamarme
otro fin.
Fascismo de estos jóvenes que no saben
amar el lenguaje.
No saben que el búcaro era de bacarat por su sonido
cuando se balanceaba sobre él con flores
que no eran plásticas.

La pared ahora solo puede ser una pared sin música
con una huella indiferente al centro
(otra mancha)
donde pondrán una tabla con flores para sustituirlo.
El cementerio del piano, su tumba.
Siempre tendrá desniveles, aunque pretendan emparejarla.
Ni siquiera habrá un gato rondando por allí su cabeza
amarilla.



Resaca

“…La naturaleza suena en el aire, pero resuena en el alma.”

Cuando el Malecón empieza a desbordarse
caen en la acera tablas del piano,
flores pintadas a mano salen a flote
no como decoración, sino como dolor.
El tiempo retorna, se revierte
y necesito de esa reversibilidad para existir.
El ruido de sus olas no me ha dejado tranquila,
entre compases de los que no me arrepentiré
incluso, arrepentida de no hallar una octava
en proporción para mi mano

que alcance su horizonte.

El temblor de una cuerda,
la vibración de una columna de aire
sin obstrucción
por la que apostaría:
porque un retorno siempre es insertarse
entre las nuevas olas
-tonos altos, tonos bajos, semi tonos-,
una progresión que protege un estilo
para defendernos de la indefensión;
un estribillo que no nos quita el miedo
a la tempestad, pero nos calma.

El golpe del mar feroz este día
y luego, su solapada tranquilidad
que no se confunde con otros sonidos
ni se queja, pero mata.
¡Me habré ahogado en él tantas veces
repetitivas y diversas
que aprendí con precaución a flotar con un estribillo
entre los dientes!
a convencerme sola de mi imposibilidad
(mi confianza absoluta)
al mirarlo enfurecerse
y tranquilizar
su raya gris
contra la quilla
sobre el puente móvil desprendido
de un instrumento que suena
por todo el tiempo que perdió
entre dos aguas.



Solitarios en el marabuzal

“Quien se acercaba al Castillo era como un viajero
de los tiempos antiguos, solitario en la nieve”.
Roberto Calasso
Una pequeña hormiga en mi página
(sabe que si cierro la libreta morirá
o no sabe nada y se apura porque sí.)
Corremos nosotros del temporal, de la lava,
antes que la lluvia que es candela o agua
arrecie.
Llegamos a la colina
(la página de la hormiga)
es una zona militar, nos dicen,
como es casi todo aquí.
Osvaldo me arrastra casi para llegar
hasta el Cristo encima de la bahía.
Marabuzal sobre luces de barcos anclados
hace milenios allí.
Herrumbre romántica que nos solapa
de las inclemencias de haber nacido en una isla.
La hormiga sigue haciendo zigzag
escabulléndose con vértigo de la tapa dura y negra
que la aplastará
(un trueno)
ilumina un camino
para avanzar después:
parece libertad.
Sigo el trillo con él, siempre subiendo.
Su mano ancha, gigante, se suelta de la mía
que resbala
y me pierdo entre una página y otra sin llegar,
sin ver más
el agua o aquel fuego
de una antorcha a lo lejos.



Poeta cubana nacida en La Habana en 1952. Licenciada en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de La Habana, es sin lugar a dudas una de las figuras más importantes de la poesía cubana actual.Trabajó como redactora de programas radiales y dirigió la sección de Literatura de la Asociación Hermanos Saíz. Ha publicado en revistas de América y Europa, y su obra ha sido traducida a varias lenguas. Ha sido galardonada con el premio de poesía "Julián del Casal" de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba en los años 1980 y 1993, con el premio "Revista Plural" de México en 1992, y con el premio "Casa de las Américas" en 1984 y 1998. Además, en 1999, recibió la "Orden de Artes y Letras de Francia". Su obra publicada la integran: Cuando una mujer no duerme en 1980, Para un cordero blanco en 1984, En la arena de Padua en 1991, Páramos en 1993, Travelling en 1995, La foto del invernadero en 1998, y Te daré de comer como a los pájaros… en el año 2000, entre otros.

¿Por qué poesía y no otro género?
Empecé a escribir cuentos a los seis años, y por bastante tiempo soñé con ser prosista. Pero a los quince un profesor de la secundaria trajo a la clase “Oficina y denuncia”, un poema de Poeta en Nueva York de Federico García Lorca, que me deslumbró por completo, y me hizo descubrir que había algo en la poesía radicalmente diferente de la narrativa, y de una intensidad que hasta el momento no conocía. Esa intensidad, el subidón que produce un buen poema, es algo casi químico, y tiene el efecto de una droga. A veces tengo la sensación de que sigo siendo ese prosista fracasado, cautivo de esta larga adicción que me consume.

¿La poesía debe expresarse con un lenguaje común a todos o con uno completamente
distinto?
Ambas cosas a la vez. La idea no es mía, pero la suscribo: la poesía crea una lengua nueva dentro del lenguaje común; lo poético surge del choque de esos dos códigos que conviven.

¿Crees que la poesía influye al lector? ¿Y cómo mides esto?
¿Lo influye en qué sentido? Supongo que es capaz de hacer sentir, pensar o ver cosas, como a mí me ocurre cuando leo buena poesía. Pero no tengo ningún control sobre ello, y en particular no creo que mis textos sean particularmente estimulantes para los lectores.

¿Qué piensas de la poesía de tu generación, cuáles serían sus rasgos más detectables? ¿Te sientes identificado con ella?
Mi generación, en tanto idea de la crítica, aún está en construcción, y me temo que no tiene el carácter orgánico ni la prensa que tuvo la anterior. De todos modos, creo que hay un rasgo común entre esa generación antecesora (la de los noventa) y la actual: el desinterés (que a veces se convierte en rechazo) por la retórica entendida como un repertorio de figuras estilísticas y por las técnicas prosódicas clásicas, además de cierto cinismo imperante que choca flagrantemente con la idea de la poesía, que es una forma de la creencia: pareciera que, de manera implícita o explícita, intentar hacer versos, que de un modo u otro es apuntarle a la trascendencia -aunque sea con balas de salva-, es algo vergonzoso por lo que hay que excusarse. Y tal vez haya que hacerlo: yo, de cualquier manera, no me identifico con eso.

¿Hacia que horizonte lírico se dirige tu poesía?
Es una buena pregunta. Ojalá se dirija hacia algún lado: me interesa hacer libros que sean radicalmente diferentes el uno del otro, evitar quedarme estancado. La poesía no es una batalla contra la tradición o contra los otros, sino contra uno mismo. De todos modos, creo que el horizonte hacia el que me dirijo es bastante claro (aunque no diáfano): el olvido, la desaparición sin aspavientos.

¿Qué libros vuelves a leer?
Más que en libros o autores pienso en poemas. La “Noche oscura” de San Juan de la Cruz, “A Roma sepultada en sus ruinas” de Quevedo, algunos poemas de “Trilce” de César Vallejo, “Las ruinas”, “Lázaro”, “Birds in the Night” y varios más de Cernuda, algunos de Montale, “Ephemera”, “The Old Men Admiring Themselves in the Water”, “An Irish Airman Foresees His Death” y varios más de W. B. Yeats, así como muchos otros de autores estadounidenses y británicos… Mi antología mental es bastante copiosa.

¿Cuál es el papel del poeta ante la escritura, y más allá, ante la sociedad y su realidad histórica?
La pregunta ofrece una oportunidad para hacer una efusión de inteligencia. Lamentablemente, no estoy a la altura.

¿Crees que la poesía debe estar atravesada por tu propia experiencia de vida, o no?
No creo que sea una obligación. Hay poetas que hacen de su experiencia vital el tema de su poesía; otros buscan otros materiales. No son los materiales, sino la manera de tratarlos, lo que hace a la poesía. De todos modos, la experiencia de la escritura, que coincide con el hecho de la misma, es también una experiencia, de modo que, tácita o abiertamente, siempre hay una relación entre poesía y experiencia. Incluso en la poesía flarf, que trabaja con contenidos aleatorios obtenidos por medio de búsquedas de Google, porque en la edición que hace el autor se trasunta una forma de experimentar. La experiencia es siempre una construcción, no existe la experiencia inmediata, por más que les pese a los epígonos de ese proyecto estético que comenzó con los románticos alemanes, hizo cumbre en las vanguardias y que ahora sigue entre nosotros, latente como un virus de discreta sintomatología.

¿Qué elemento, según tú, hace que un poema sea más duradero y valioso que otros?
Supongo que la capacidad de comunicar, de manera oblicua pero patente, una experiencia compartida por seres humanos a lo largo del tiempo. Y me refiero a esa oblicuidad porque la poesía no dura si su forma se agota en su mensaje: es necesaria, me parece, cierta dosis de misterio y de extrañeza.

¿Por qué se consume poca poesía?
Eso no es del todo exacto: por el contrario, creo que nunca se consumió tanta. Pero la poesía que parece gozar de los favores del gran público es la que viene acompañada de música. Los poetas deberían preguntarse por qué Justin Bieber logra hablarle a tanta gente. Tal vez, aunque ciertamente la lírica bieberiana no resiste a la ablación ni de su música ni de su poderoso aparato mercadotécnico, habría algo que aprender de ese examen de conciencia.

¿Qué es lo más frustrante de escribir Poesía? ¿Y qué es lo más gratificante?
Lo más frustrante: saber que uno no tiene talento, que no da la talla. Lo más gratificante: seguir participando, que no haya que pagar ni rendirle cuentas a nadie por hacerlo.

¿Se escribe con la cabeza, con la sensibilidad, con la inteligencia o con la intuición?
Con todo lo que se pueda. Es tan difícil –y tan improbable el éxito- que es mejor no escatimar recursos.

¿Qué opinas de los premios literarios?
Que son parte del mundo institucional de la poesía, y que no siempre coinciden con la poesía entendida como conjunto de poemas relevantes.

¿Qué no es Poesía para ti?
Yo mismo, cuando cada mañana veo en el espejo mi cara de confusión y desconcierto.

¿Qué libro de poemas lees actualmente?
Estoy leyendo, en sucesión, los libros de Robert Hass, un poeta californiano. Ahora estoy terminando su tercer libro, Human Wishes.



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2 poemas de su autoría:


DOXA

Me quedé y me olvidé de que tenía que haberme quedado,
trabajando, quizás. Y abrí los ojos, grande,
hice una carpa con los codos y el encuentro de las manos.
Puse la cara encima. Esa película abrasiva,
el halo capilar que empieza a titilarme entre las palmas, eso
no puede ser mi gloria. No me glorío en nada
que avise cuando va a manifestarse;
o nunca me glorié, o nunca supe en qué gloriarme,
y cómo. Y estos ojos,
la piel de la nariz, el caracol de los oídos,
el breve vaso de agua de la conciencia, eso,
sólo lo puedo ver cuando me miro en el espejo,
o lo ven los demás sin que yo mire,
o me miro en los otros. Y está bien que así sea,
supongo. ¿Adónde está mi roca,
me pregunto, mi fuerza, mi peñasco, entonces?
Tiene que haber alguna cosa en mí que brille más
allá de mí, o vaya a hacerlo alguna vez, o lo haya hecho,
quizás sin darme cuenta yo. Y se me ocurre algo:
cuando era un embrión, cuando me hicieron,
la bola de epitelio que intentaba, ajena a mí,
actuar la simple forma que era yo, miraba toda para afuera,
un tubo dado vuelta, dado vuelta de nuevo,
con el estómago y el hígado indistintos, y los oídos y la boca:
la misma superficie, un guante solo,
única esponja-flor posada sobre el mismo, único, eje,
fisonomía pura en el abigarrado aire del vientre de mamá.
Debía haber un brillo ahí que se perdió cuando la cara ya formada
se tragó todo el resto, cuando por un pudor que no me dieron a elegir
–¿acaso el artificio le reclama al artífice: “¿por qué me hiciste así?”?–
un resto de esa gracia se ocultó en las sucesivas dimensiones desplegadas,
aquel aumento sordo de espesor y de entidad
que me permitiría ver el mundo como un mundo, luego.
Y ahora estoy pensando en esa parte que quedó indigesta,
y hay algo que me arrastra, una corriente subcutánea o algo
menos solemne acaso, al nombre que me dieron
para darme la fuerza. Taparon con un nombre
irreprochablemente israelita una mitad de mí.
¿Qué era lo que querían, que supiera
que si quería ser más parecido a lo que fuera a ser,
iba a tener que ser distinto de eso?
Mi gracia: un trabalenguas perfectamente hebreo.
¿Acaso se trataba de algo así como un Scrabble de la identidad,
pensaban que a su hijo le darían más puntos en la vida
por tantas zetas y esa cu y la doble ve?
Si había alguna cosa en mí que no era idéntica a sí misma,
¿no era mejor, acaso, hacer visibles las costuras?
Si a fin de cuentas la matriz que me engendró
jamás escuchó hablar, de chica, sobre el ghetto,
ni tuvo que saber qué cosa es el exilio en carne propia
hasta que, bueno, se exilió papá.
Si además, fueron ellos los que me criaron,
los de la parte árabe, del Líbano,
católica, o católica a su modo, que borraron de mi nombre.
Ellos también tenían a su hijo en el exilio:
acaso también él estableció su alianza en el desierto,
y lo llevaron como a Elías. Pero pagó la sangre,
porque era de otro pueblo. Y el sarcoma
le recubrió la espalda como un mapa.
¿Querían que yo fuera su Eliseo, que tomara
las dos terceras partes de su gracia?
Hasta les daba, a veces, por llamarme con su mismo apodo.
Fue demasiado para mí, un árabe imposible;
para un judío errado, un circunciso fraudulento,
que consagró su alianza en el quirófano
con el celoso dios de la fimosis
(me acuerdo lo que era, una campana henchida,
un girasol de agua si orinaba).
Fue demasiado para mí. Pensé que era mejor hacer
como con una herida que quisiera suturarse desde adentro
para dejar la cicatriz cubierta y proteger mejor
la piel. Se me rompió de todos modos. Engordé y se me rajó,
como una copa de cristal muy burdo. Se llenó de estrías,
una retícula delgada, discontinua, sobre el plano vertical
de las axilas a las nalgas, mezcla del diseño
de un árbol genealógico desnudo de su fronda
y el mapa del genoma. ¿A qué o a quién
había que culpar, a la genética, a la frágil epidermis de mamá,
o a aquella fuerza primigenia desatada,
esa dispepsia primordial que haría de la indigestión
la principal de mis pasiones? La respuesta
pugnaba por caer en saco ciego, disfrazada de un confiado
escepticismo sin objeto que, después,
demostraría ser una nesciencia temerosa, replegada
sobre su propia falta: ¿la eludía o solamente
la estaba difiriendo? No sabía que sabía. Y elegí aferrarme
a la intuición, un poco frívola y pueril,
de que mi centro geográfico, mi casa, no podían ser
el fuelle alveolar y el abanico delicado del espíritu.
Y ahora, que me quedo y que me olvido, que clavé
mi tienda con los codos y los brazos, y la cara sumergida
entre las palmas, como un cántaro que cae dado vuelta
y que se quiebra, sin saberlo, al lado de la fuente,
estoy cayendo en una edad en la que necesito
un sustituto digno para el alma:
para ponerme en marcha, y recordar
y recordarme. Un sucedáneo digno de un prosélito
forzoso. Y el asiento de mi amor,
la sede de mi juicio, debe ser, por ende,
ese baluarte hepático, la gloria polvorienta
de mis antepasados, los que no volvieron:
el saco ponderal, la piedra hueca,
la copa sucia en la que se mezclaron.



(De Doxa, Vox, 2011)

Lo que el amor les hace a los poetas

no es trágico: es atroz. Les sobreviene
una luctuosa ruina a los poetas que el amor captura,
sin importar su orientación o identidad
poética. El amor lleva al total desastre
de la uniformidad a los poetas gay,
a los poetas pansexuales y bisiestos,
y a las poetas y poetrices feministas, fementidas o veraces;
a los obsesionados con el género
y a los degenerados por igual, y a los perversos polimorfos:
y hasta los fetichistas de los pies
del verso capitulan a las plantas del amor,
que no distingue ideología,
programa ni poética. A los vates de la torre de marfil
los precipita del penthouse ebúrneo
directo a planta baja. A los apóstoles
del Zeitgeist, que proclaman sin empacho que la lírica está muerta,
les permite insistir en el error
y en sus prolijas parrafadas. Les produce una hemorragia palatal
a los que comban parcos aforismos diagonales,
a los herméticos de lata, a los que envasan
sus versos al vacío, a los falsarios del silencio,
y a los que fraguan haikus castellanos
al itálico modo. A los puristas de la voz les corta en seco
su dulce lamentar, y a los maniáticos del ritmo
les quiebra las falanges, y estropea
el íntimo metrónomo que llevan junto al corazón
para marcar el paso de sus versos. Les compone el sensorio
a los videntes y malditos y demás
rebeldes e insurrectos sin razón ni causa
poética, y les cura el desarreglo razonado
de todos los sentidos. Desaloja de su noche oscura
a los que piden luz para el poema
en las cavernas del sentido, y los devuelve sin escalas
a la trasnoche de la carne literal. Lo que el amor
les hace a los poetas, con paciencia y mansedumbre,
mientras las mariposas lentamente les ulceran el estómago
y el páncreas poco a poco deja de funcionar,
es harto inconveniente. A los que buscan con ahínco
y precisión de cirujano la palabra justa les arruina
el pulso, y en lugar de dar la vida, la aniquilan en su afán.
Y a los que con ardor y devoción persiguen
un absoluto en el poema, como un grial
todo de luz, tirante, diáfana y febril,
les nubla las certezas, y el deseo mismo
de saciar su ansiedad. Lo que el amor
les hace a los poetas, inadvertidamente,
mientras cosen y cantan y se atoran de perdices, es agudo, terminal
y fulminante. Es un torrente arrollador
de prosa, que espolea y multiplica, en progresión exponencial,
a los zopencos y palurdos de la poesía:
a los que cortan sin razón sus versos diminutos;
a los jinetes compulsivos;
a los diseñadores tipográficos del verso;
a los que quiebran la sintaxis sin saber
torcerla; a los que escarban en el éter a la busca de inauditos neologismos inaudibles;
a los modernos sin pretexto; a los que creen descubrir
la pólvora en sus versos balbucientes;
a los contestatarios automáticos y a los porno-poetas;
a los que sueltan grandes nombres por la densa
fronda de sus poemas, como Hansel y Gretel arrojaban
migas; a los que impostan en su voz
vacante los mohines de una infancia lobotomizada;
a los poetas bellos y felices, caprichosos;
a las tribus urbanas y los groupies de la poesía pubescente;
a los poetas pop y los rockstars del verso; a los videopoetas y performers;
a los ovni-poetas, voladores o rastreros, identificados;
a los objetivistas sin objeto
ni vista; a los que exigen que el poema
se vista de mendigo; a los filósofos poetas;
y a los cultores convencidos
de la “prosa poética”. El amor,
que mueve el sol y a los demás poetas,
los lleva hasta el postrero paroxismo: los convierte
en tierra, en humo, en sombra, en polvo, etcétera:
en polvo enamorado.
Y si resulta todavía que entre ellos
se aman amorosos los poetas pares,
felices en su amor solar sin escansión,
como si fueran en verdad el uno para el otro
un agujero negro de opiniones nebulosas,
tácitas palmaditas en la espalda y comentarios al pasar,
enanos, enfriándose, se absorben entre sí
y desaparecen. 



(De La lírica está muerta, Vox, 2011)


Ezequiel Zaidenwerg

Buenos Aires -1981. Ha publicado Doxa (Vox, 2007) y La lírica está muerta (Vox, 2011). Desde 2005, administra el blog: http://zaidenwerg.blogpost.com, dedicado a la traducción de poesía. Ha sido incluido de 4M3R1C4 (Novísima Poesía latinoamericana)




PREGUNTA #1:


¿Qué entiendes por poesía?

La pregunta es concisa, a la vez inabarcable, incluso inabordable. La percibo como una pregunta retórica, normativa, y sin embargo fundamental. Mi primera reacción es descartarla, no me interesa definir lo que entiendo por poesía, me parece pretencioso siquiera intentarlo. Mas sé que esa reacción procede en mí de un hartazgo ante todo lo que me implica y sucede en los últimos años, donde a la vez quiero y no quiero, y acabo harto de considerar lo que surge o tengo que arrostrar. Tras esa primera reacción, impulsiva, siento la necesidad de corresponder a la pregunta, y puesto que acepto su necesidad, íntima y general, me dispongo a participar de su respuesta.

Entiendo en mi caso por poesía un quehacer. O sea, no tengo respuesta teórica a la pregunta, sólo una respuesta práctica, respuesta de ama de casa que se levanta, plumero en mano, pañoleta a cuadros en la cabeza, guardapolvos encima del vestido de trabajo, y empieza el día quitando polvo, trapeando y baldeando, seca que te seca, tiende que te tiende, y destiende, para volver a tender: un día más, que es como decir un poema más, parte del largo quehacer de una vida “que hace eso” todos los días.

La falta de una definición teórica del significado de poesía, por mi parte, la considero una deficiencia en mí. No tengo el bagaje cultural, las lecturas teóricas, el vocabulario, el aprendizaje que me permitiría intentar una definición de poesía. No desdeño esa actividad, la respeto, a veces me aburre, a veces me sorprende por su lucidez, pero no es mi mundo ni mi necesidad. Así, no sé qué entiendo por poesía, sólo sé que hago poesía, desde muy joven, y hasta ahorita mismo que estoy ya viejo. ¿Por qué? No sé. ¿Para qué? Para nada de particular. ¿Para quién? Qué más da. ¿Con qué propósito? Ninguno concreto. ¿Como un destino? ¿Destino? No me hagan reír que tengo el labio partido.

Poesía por ende en cuanto quehacer, labor artesanal, orificio por donde se rezuma actividad de amanuense, de ama de casa, de alfarero. Costumbre. Modo de ganarse la vida (evidente que no me refiero a lo crematístico). Una tarea que a estas alturas del juego, y en parte se trata de un juego, se ha vuelto para mí natural. Natural en el sentido de que se hace como se abren los ojos al alba y se está despierto, y natural como se cierran los ojos a la noche, cuando el cansancio vence, y se está dormido: sin saber a ciencia cierta lo que hacemos, casi sin procurarlo.

Se sabe que escribo toneladas de poemas, quiero a su vez se sepa que las escribo sin proponérmelo ni desearlo desde hace mucho tiempo. Diría que desde los 45 años de edad, y quién sabe por qué, escribo y escribo tal y como respiro, orino, defeco, como, digiero, atento y sin prestarle demasiada atención a esas funciones orgánicas, imprescindibles para la continuidad del cuerpo. Hay por igual un cuerpo poético al que atiendo y del que por igual me desentiendo, y que por acumulación se consolida: ese cuerpo poético contiene su aparato respiratorio, circulatorio, sus redaños y vísceras, su estructura y desgaste, su irrealidad y su realidad, su acabóse y su cotidiana renovación a través del llamado sueño reparador y del descanso.

Cada poema que escribo, contiene a su vez su estructura, sus redaños y vísceras, su aparato digestivo, y contiene, además, su horario, su sitio en el día, su ritmo y ritual, su inesperado brotar esperado: el deseo de verlo volver a aparecer, y la conciencia de que caso de no aparecer no pasa nada. Vivo haciendo poemas pero no vivo para hacerlos ni de hacerlos. Los he hecho, en número ingente, y ya. No sé si voy a morir escribiendo o habiendo dejado de escribir, sé, y más no puedo decir, que voy a morir luego de haber escrito una serie continua de poemas a través de los años: si tienen una existencia más allá de mí y para los demás, eso no me atañe, ya que estaré inconsciente, o mejor, no estaré, y no me enteraré de lo que nadie piense o diga, de ese trabajo. 

Sé a la vez que no sé lo que es poesía y que de la poesía carezco de cabal entendimiento.

27 feb 2013


Por Javier Payeras

Nuevos personajes aparecieron en la ciudad de Guatemala: el comisario Héctor Mendoza y el  detective José Abel Rosanegra. Ambos impenitentes representantes de la ley, que al margen de la corrección política, agudizan su visión para atacar al crimen desde las mismas entrañas del carcass urbano. Avinagrados y misántropos, los detectives van y vienen por los distintos ambientes de la cultura underground guatemalteca. Un delirante cóctel de personajes y ambientes nocturnos que cruzan la frontera entre el realismo más crudo y el submundo fantástico de la crónica urbana. Cruzando por callejones plagados de casas de crack, perseguidos por perros diabólicos y otras mutaciones de la posguerra, la secuencia de este relato policíaco desarrolla en pocas páginas una entretenida trama de conspiraciones mágicas y escenarios por demás bizarros.

La novela negra es un género escasamente explotado en la literatura latinoamericana -claro, comparándolo contra el montón de edulcoradas telenovelas del realismo mágico y el criollismo que siguen llenando las estanterías de las librerías y los supermercados - aunque en muchos países ha dado a verdaderos libros y autores de culto, como es el caso de Rubem Fonseca, Manuel Vásquez Montalván, Leonardo Padura y Mempo Giardinelli. En países como Estados Unidos, Alemania, Francia o Japón el género policíaco ha tenido una increíble recepción por parte de lectores que encuentran en ellas los mejores diagnósticos de cualquier sociedad convirtiéndolo en el género más apetecido por las grandes casas editoriales que, incluso, se han especializado en publicarlas. Es evidente que nada muestra mejor las entrañas de una sociedad que su cuerpo de policía. Un policía es un personaje que define con exactitud la política, la educación y el desarrollo alcanzado por la cultura que representan. Así la dirección a la que apunta “El Perro en Llamas” de Byron Quiñónez es una ruta que apenas comienza a abrirse paso en la literatura de la región donde, curiosamente, el crimen y la corrupción nos llueve a cántaros.

La fórmula que utiliza Quiñónez para atrapar la atención del lector es una amalgama entre la velocidad hardcore de su prosa muy cuidada, breve y directa, y las imágenes completamente apocalípticas de sus escenarios. Entre conciertos de trash-metal, drogas duras y cielos contaminados, el siniestro hallazgo de un cadáver resulta ser de lo más común. Una narrativa que nos devela un pasillo de bichos criminales que han traspasado la barrera entre el robo y posterior asesinato, para convertirse en homicidas rituales: el sadismo se convierte en el horizonte de posibilidades para las sociedades adoctrinadas por el terrorismo moral impuesto durante siglos de miedo y fanatismo religioso.

Sobre el autor quiero agregar que se trata de uno de los representantes de la generación de novelistas emergentes. Anteriormente publicó 6 cuentos para fumar en Editorial X, ha ejercido la crítica musical, el periodismo alternativo y ha sido miembro de algunas bandas de rock experimental. Su muy fluida erudición pop es envidiable. El Perro en Llamas fue publicado por Editorial Cultura.
Nos hemos comprometido en el esfuerzo de pensar un lugar propio para la práctica analítica, cuando parece que su destino está decidido por los poderes. En el futuro inmediato los analistas serán ubicados y reubicados en proyectos y programas de higiene social y psicoterapia. Eso que Lacan llamó, crudamente, en Radiofonía y Televisión respondiendo a la pregunta tres de J-A Miller, un “ensayo vano”, parece arrastrarnos sin remedio. 



Podemos suponer que nos movemos en una corriente contradictoria. De un lado, la hegemonía ideológica de las neurociencias y el cognitivismo proclaman la caducidad de la vía freudiana. Por otra parte, como opción salvadora, al psicoanálisis se le ofrece sumar sus recursos –teóricos y técnicos- a los proyectos terapéuticos, al disciplinamiento de los cuerpos y al control de las poblaciones. 

Nos propusimos buscar argumentos aliados en el paradigma de la comunicación. Se dice que ella es un hecho humano ineludible. Desde Palo Alto se ha insistido en que es imposible no comunicar. 

Más allá tenemos el derecho universal a la libre expresión, como rasgo ejemplar de la democracia. Es decir que apuntalamos al psicoanálisis con las referencias a la comunicación y a la democracia, separándolo relativamente del marco preventivo y salubrista en el cual parecería quedar confinado, cuando son sólo psiquiatras y psicólogos clínicos quienes pueden ejercerlo. 

Veamos más de cerca el ángulo del derecho. En su exposición sobre las contraindicaciones del psicoanálisis J-A Miller especulaba sobre un derecho del sujeto al sentido. Con ello nos ponemos junto al derecho al sentido religioso, aceptando lo que Lacan decía sobre la religión: que ella es la guarida original del sentido. La vertiente del psicoanálisis no es el sentido sino el significante como tal, en su condición de vector a lo real. Es una encrucijada donde el mismo Lacan afirmó que es el uno o la otra, pero que el psicoanálisis no puede vencer a la religión, sino a lo sumo sobrevivir. 

La llamada Teoría de la Comunicación Humana se ha articulado bien con los estudios sobre los dichos realizativos o performativos de Austin. Se desemboca en una propuesta política y cultural que busca deconstruir, en clave derridiana, los dichos sexistas, opresores y segregacionistas. La reiteración de nuevas prácticas discursivas sustentaría nuevos vínculos humanos más equitativos. 

El psicoanálisis constata por principio el carácter performativo de los significantes. El síntoma y su interpretación son modelos de ello. Pero la performatividad no se restringe a las condiciones asentadas por la legalidad y las costumbres, ni es exclusiva de autoridades. No es un fenómeno que transcurre en el ámbito de la conciencia y la voluntad. La performatividad es inconsciente, remota, pero sobre todo es equívoca. De donde el carácter ilusorio de una estrategia liberadora basada en enunciados supuestos unívocamente correctos. 

La figura del comunicador tal como hoy está perfilada en su vocación de masas, de información, de redes multidireccionales y de receptores activos no incluye la operación del psicoanalista. El analista es quien opera con los estragos que el malentendido de toda comunicación deja en un sujeto. Su lazo pragmático es de dos, analista y analizante. La ideología de la comunicación agrupa, el vínculo comunicativo en psicoanálisis desagrega, no del todo, pero justo a su límite. 


Retomando las cuestiones planteadas por J-A Miller en su curso del año 2004, en tanto se trata de asuntos en los que estamos sumergidos, enfaticemos que el control biopolítico -especialmente referido por Foucault, reformulado por Zizek y positivamente criticado por Jameson- se sostiene en la red informática. Allí donde circula la información, en sus canales comunicativos, quedan atrapadas sus huellas. Es literalmente una red y podemos decir que el fin mismo de la comunicación es el registro. 

La huella informática es el registro, un saber guardado al final de una comunicación que parte de los marcos tecnológicos de las computadoras. La secuencia es Registro – Comunicación – Registro'. O podemos definirla como Saber – Trabajo - Saber'. La economía Capital – Trabajo - Capital' tiene su versión digital. 

La clínica, aquella que nos alude, ha empezado en la psiquiatría, pariente desacreditada de la medicina cientificista. Ha tratado de compensarse con la descripción detallada y con la clasificación de cuadros. Su registro, ahora un listado, no cesa de hacerse, deshacerse y volverse a hacer. 

Freud tuvo la esperanza de que psiquiatría y psicoanálisis se complementaran como descripción y explicación. Lo cual no quería decir, sin embargo, que la formación en uno de esos campos condujera al otro. Allí naufragaba el proyecto de complementación. 

Pero también la Universidad es invencible y vemos renacer este proyecto en nuestras propias manos. Se restaura el clasicismo de las estructuras clínicas, refiriéndolo a los mecanismos freudianos básicos: represión, desmentido y forclusión. Y hoy, en la época del listado sindrómico, apuntalamos una selección de los llamados síntomas contemporáneos con las elaboraciones lacanianas sobre lo real, lo simbólico y lo imaginario, en clave borromea. 

Los grandes casos de Freud, por otra parte, parecen hacer una clínica distinta. Funcionan con la autoridad de los veredictos judiciales precedentes en las leyes angloamericanas. Dora, el Hombre de las Ratas, el Hombre de los Lobos, Juanito y Schreber son los paradigmas insuperables del diagnóstico y la explicación. 

Las formas de elaboración clínica anteriores se constituyen como saberes depositables y son transmisibles como matrices para un registro. 

La clínica es lo que se dice en un análisis (Lacan en Apertura de la Sección Clínica), y de lo que se habla allí es esencialmente de las cosas que no andan en la vida amorosa. Los imaginarios en juego, según Lacan en el Seminario Aún, van del amor cortés a la sensación de que recostados se dicen cosas importantes. Es el escenario de la transferencia. Es una práctica de la palabra, pero hay una constelación textual que la acompaña: diarios, cartas, libros, películas, una colección para cada uno irrepetible. 


No cabe duda que el sujeto narra, relata, hace historias. Una producción del tipo “escúchese y destrúyase”. Es la novela familiar edípica, con sagas generacionales y leyendas. 

Es muy significativo el esfuerzo de convertir el drama contado por un sujeto, y el drama mismo de la experiencia psicoanalítica, en un reporte científico. Como curiosa referencia histórica estaría el proyecto de la neuropsicología soviética, después de la muerte de Stalin para, aceptando la relevancia de las cuestiones planteadas por Freud, desechar el tratamiento literario que él les daba y traducirlo a mecanismos de información nerviosa. Es de la misma época el proyecto cognitivista norteamericano, y prácticamente con los mismos objetivos. 

Los analistas luchan por hacerse un lugar en el mundo de la ciencia útil. Para ello se ven llevados a presentar pruebas, descripciones y registros de lo actuado. Son los materiales con los que se hace el caso, el cual no puede ser sino una historia, una reconstrucción. La disparatada experiencia de un análisis es presentada como el ascenso dialéctico de una verdad que toma forma en la conclusión. 

Todo lo anterior se justifica, parcialmente, si recordamos la preocupación de Lacan (Nota Italiana) por tener una producción que le de al psicoanálisis un lugar en el mercado. Pero estamos seguros de que el psicoanálisis ha tenido otros modos de obtener espacio en la cultura. El Seminario de Lacan es paradigmático en ese sentido. Y los testimonios del pase, que no son “casos”, prosiguen una lista, que Miller aumenta con la transmisión del post-analítico. 


Estas son las vías por las que se restablece un poder de la palabra que no reposa en el enunciado sino en la enunciación. La palabra toma su fuerza realizativa en el decir mismo y no en un saber supuestamente verificable (léanse los criterios inaugurales de Foucault a propósito del orden del discurso). 



Salir del olvido 


Seguramente el psicoanálisis se inscribe, palabras de Lacan, en el debate de Las Luces. Precisamente por ello hace falta incansablemente un ejercicio subversivo, cada vez que el “comercio cultural” lo pule hasta volverlo un adorno intelectual, un signo identitario de la época, un informe clínico perfectamente legible y coherente. El “exoterismo” lacaniano, la ex-tensión, toma como base lo más cotidiano de la experiencia (Lacan), eso que llamamos –condescendientes con una tradición médica como anota Miller en su curso Cosas de Finura– la clínica. 



En nuestra transmisión la noción de historia tiene algo desorientador. Ciertamente consta el esfuerzo de un sujeto por refrendar su historia, hecha como un entramado fantasmático de representaciones imaginarias, cosas oídas y experiencias en su cuerpo de viviente. Es lo freudianamente denominado “parapeto”, y que sirve para recubrir lo real traumático. 


El desciframiento analítico deshace la historia, la reduce a unos pocos nudos insensatos. No se reconoce allí un yo, a un personaje que transcurre, más o menos íntegro a través de acontecimientos de vida. Lacan remarca que lo real viene en trozos, que los goces se multiplican en sus concreciones pulsionales acéfalas. Hace falta otra forma de “clínica”, una que muestre pulsátilmente, mediante ejercicios de la palabra, el anudamiento en acto. El witz es el medio y el mensaje de la transmisión analítica: breve y contundente. 

Por ello podemos preguntar si las presentaciones clínicas, donde hacemos de reconstructores de historias, son los caminos dictados por nuestra homeostasis, o por la consideración que tenemos por nuestros colegas. El curso Cosas de Finura además pone en primera fila lo que suponíamos desde siempre: con el caso de otro traemos algo inconcluso de nuestro propio caso. 


Habría que insistir en el tema freudiano de empezar cada caso desde un punto cero del saber. Miller pudo articular esto como “construcción cero”. El asunto sería el siguiente: el psicoanálisis se reinventa una y otra vez, y en cada experiencia volvemos a decir, a posteriori, qué es un análisis. Lacan reiteró este criterio en su conferencia de Ginebra, al hablar del pase, un testimonio que tiene incluso un tono iniciático. En este contexto, la doctrina y la experiencia clínica –los casos- no sólo están en suspenso, sino que pueden hacer de obstáculo para la transmisión de lo inédito. 

Freud presentó un modelo estratificado del inconsciente, con un núcleo llamado patógeno. Es la célebre figura de los archivos dispuestos por épocas, como capas en torno a dicho núcleo. Diferentes temas atraviesan los estratos históricos, en ejes conectados al núcleo traumático. Lo que podríamos llamar la investigación psicoanalítica avanza hacia el núcleo, pasando de una versión a otra, cortando la historia – o mejor, la novela familiar - en los puntos donde ella vacila, tropieza o falla de cualquier modo. Cada vez que ocurre un salto, de un estrato a otro, se decapita un personaje identificatorio. La comparación con el movimiento del caballo de ajedrez sirve a Freud para mostrar que la tarea es zigzagueante. Invoca unos enlaces lógicos, pero más estrictamente se trataría de la ley del equívoco en el lenguaje. 


Clásicamente la tarea analítica fue aproximada a la escultura, en oposición a la pintura. El trabajo es reductivo, no constructivo –una construcción sólo es buena si sustituye a otra más elaborada-. Freud quería salir de la serie de factores actuales para llegar a los factores disposicionales. Reemplazaba así todo el drama sintomático presente por una escena de contenido edípico, con variaciones según la gramática de la pulsión. Dicha pulsión aportaba un monto de empuje o exigencia, que el sujeto poseía constitucionalmente al momento de su encuentro con el Otro. 

El esculpido de estas escenas o fantasías primarias se ve detenido por un obstáculo que Freud llamó inconsciente primario, constituido por una represión originaria. Hay una economía pulsional, constitutiva e inanalizable. 

La relectura lacaniana nos aleja de un modelo esférico o concéntrico. Si el heliocentrismo copernicano es cuestionado en el Seminario Aún, es porque todo centro es una ilusión. Por tanto no podemos proponer el drama edípico como eje absoluto de la constelación neurótica. Él indudablemente funciona como una capa protectora, como una defensa contra lo real, intentando reducirlo al todo de lo fálico. 

Lo real viene en trozos, que sorprenden e irrumpen en la corriente del discurso. Si en psicoanálisis hablamos de corte, refiriéndonos a la interpretación, no olvidemos que el sujeto del inconsciente, en sí mismo es un corte, se presenta mediante interrupciones, fallas, detenciones en la cadena elemental de S1- S2. 

Al analista le toca ratificar, subrayar, dar voz a esa subversión del sujeto del inconsciente. Llegado el momento el analista convoca y sostiene al sujeto de la palabra en el lugar donde ésta desfallece. El efecto buscado es mostrar que toda historia no tiene otro sentido que proteger un goce, que se guarda y se resguarda 

El giro esencial, en la experiencia psicoanalítica, es salir del olvido, que lo dicho –la historia, el sentido, la novela- impone sobre el hecho de que se diga (Lacan, El Atolondradicho). Esto se concreta a través de los juegos de palabras, que son para Lacan, el medio y el fin del análisis freudiano, en tanto se dirige a obtener un saber hacer con la lengua. 

La operación analítica replica el trabajo del inconsciente, que ha hecho del parletre, del ser hablante, un poema. Estrictamente dicho poema es más un chiste, un equívoco, uno de esos trabalenguas que Freud destacó como un ejercicio gozoso en los niños. No se trata de belleza en estos nudos de lalengua (Véase L’ Insu). Y no olvidemos que, desde siempre, la exigencia superyoica es una letanía farfullante que vehicula la pulsión de muerte. 

Hay un dilema ético, que se presenta donde las historias familiares se agotan, donde los mitos y proyectos, congruentes con el fantasma, tambalean. En ese lugar el sujeto retorna a tocar un goce por el que sufre y vive. Es el trozo de vida tal cual le ha tocado en suerte y que debe –como único deber según Freud- soportar. ¿Qué hará allí, en esa encrucijada a la cual lo ha conducido un analista? ¿Volverá atrás para reconstruir un nuevo aparato de olvido? ¿Podrá permanecer allí, ingenioso, improvisador e inventivo, para canturrear algo diferente a una plegaria? ¿Qué hará luego, cuando sabe, por su propia boca, el modo como se tejen los hilos significantes, con retazos de representaciones y con las huellas aun calientes de su goce? 


Son las marcas de este esfuerzo, hecho y por hacer, las que un analista intenta, en acto, mostrar durante su transmisión en la Escuela.