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15 ago 2011

Ensayo
EL SENTIDO DE UNA ANTOLOGÍA


Por: Eduardo Espina

En el mundo se publica una enorme cantidad de antologías de poesía. Tantas, que cuando aparece una nueva hay quienes preguntan en tono exclamativo: ¿Otra más? Es decir, antes incluso de tener que justificar en el prólogo la presencia y ausencia de poemas y poetas, y argumentar el criterio de selección y exclusión seguido por el autor o los autores del volumen, hay que explicar las razones por las cuales se hizo la antología. Surge, obviamente, un corolario inmediato: si las antologías de poesía proliferan, es porque existen editoriales interesadas en publicarlas. Para las casas editoriales –eso puede inferirse– las antologías resultan buena coartada para atraer lectores bajo la consigna de que este tipo de libro catálogo es una selección representativa de una determinada época, de una zona lingüística, de un país, región o continente, etcétera, aunque la compilación pueda estar marcada por las preferencias (no siempre bien estipuladas ni fundamentadas como correspondería) del antologador (o antologadores) y resulte a la postre una síntesis del gusto poético de los autores de la selección antes que un documento histórico con valor perdurable. 

Las nuevas tecnologías de armado, impresión y encuadernación de libros incorporadas a la industria editorial han favorecido, tal parece, la proliferación de antologías. En Estados Unidos, en los amplios locales de las mega multinacionales libreras como Barnes & amp; Noble o Borders, hay, en la sección de Poesía, anaqueles dedicados a las antologías. No obstante, aunque el ojo avizor pueda hacer suponer lo contrario (pues en las grandes librerías, a diferencia de los libros individuales de poetas, las antologías son expuestas en las mesas de novedades junto a los best seller) muy raras veces una compilación de este tipo se convierte en inusual fenómeno de ventas. Esto demuestra que ni siquiera así, incluyendo nombres reconocibles allende el lectorado exclusivo de poesía y teniendo masiva promoción en los grandes mercados de la palabra, la poesía vende. Su carácter minoritario refuerza su capacidad, y condición, de escritura de resistencia. 
En el mundo editorial anglosajón se publican antologías de poesía por doquier y por decenas (ya no es mérito para los poetas estar o no estar incluidos, y en muchos casos es incluso mejor quedar excluido), teniendo como destinatarios principales y primarios a estudiantes universitarios, quienes las compran por obligación, para cumplir con los requisitos de alguna clase de literatura. Las antologías resultan por lo tanto un instrumento efectivo para hacer que la poesía circule entre quienes no prestan atención a este género. Esta nada menor circunstancia explicaría el boom de las antologías, y no sólo de poesía. El lector quiere variedad, igual que en los supermercados. Quiere que le digan cuáles son los autores que debe leer. Y una antología tiene a este como primer propósito, aunque argumente otros más. 

Claro está, tal cual puede suponerse, en este borbollón constante de nuevas antologías, en el idioma que sea, que todos los años salen al mercado, pocas logran establecer una diferencia y convertirse en punto de referencia para la historia posterior al momento de su publicación. Lo mismo que en el mercado intencional y tan manipulado del best seller, también aquí entra en juego un compuesto variopinto de estrategias determinadas que distinguen a una antología de poesía de las restantes de su clase, aunque no siempre logre imponerla ni siquiera utilizando sofisticadas maniobras de marketing. La coherencia en la selección y el trabajo bio-biográfico (la historiografía que relaciona a la persona literaria con la persona real) de rescate, antologización y síntesis son, tal parece, requisitos imprescindibles, si no del éxito del libro, al menos de su valor documental. Además, está el detalle, bastante preponderante, de tener que justificar con argumentos, emocionales o intelectuales, las inclusiones y exclusiones. Empero, hay antologías que se han destacado por privilegiar el ejercicio radical de una subjetividad crítica dependiente más de determinadas preferencias estéticas que del delicado balance de las tendencias que relacionan el diálogo de las voces recopiladas, tanto entre sí como con las otras corrientes poéticas incluidas en el libro.


En 1934, el poeta español Gerardo Diego acuñó la frase utilizada indiscriminadamente por la critica literaria: “Una antología es siempre un error”. De ser cierta esa afirmación, el mundo estaría lleno de errores pues pululan las antologías de poesía en todos los idiomas; incluso más, en Estados Unidos desde 1988 se edita con periodicidad anual la antología The Best American Poetry, la cual incluye a los que supuestamente serían los 75 mejores poemas en inglés publicados ese año en revistas estadounidenses. Las antologías de poesía, a diferencia de las comunes recopilaciones en CD de las canciones más vendidas del año, no son un indicador de popularidad sino de calidad, o al menos esa idea debieran dar. No obstante, raras veces esto es lo que sucede, por lo que el autor o autores de la selección deben fundamentar en el prólogo las razones que los llevaron a incluir a un puñado de poetas destacados por cuestiones estéticas difícilmente mensurables en forma objetiva, aunque esto a fin de cuentas poco importa, pues las antologías son sobre todo el vehículo ideal para exhibir sin pudores el gusto literario de un individuo y su antojadiza manera de demostrarlo. Esto por sí solo no ayuda a salvar a una antología del rápido olvido, porque, dadas las específicas circunstancias, ¿cuántas antologías han hecho historia para convertirse en referentes de una tendencia estética inevitable o de un periodo histórico determinante, y no en ejemplo de una caprichosa decisión personal con escaso o nulo valor crítico y carente de perdurabilidad?


Recuerdo ahora dos antologías que, más allá de las observaciones y reparos que puedan hacérseles al respecto, han dejado una huella ineludible por los aportes realizados. Antología de la poesía hispanoamericana contemporánea: 1914-1970, de José Olivio Jiménez, publicada en 1971 (con varias reediciones a lo largo de los años); y Medusario. Muestra de poesía latinoamericana, con selección a cargo de José Kozer, Roberto Echavarren y José Sefami, editada por Fondo de Cultura Económica en México, en 1987, y reeditada en 2010 por Mansalva en Buenos Aires. Antología de la poesía hispanoamericana, de José Olivio Jiménez, es quizás la más popular muestra antológica en lengua hispana de todos los tiempos, la cual ha tenido varias reediciones y generó buenas ganancias para la editorial, Alianza, y para el autor de la misma, tal como éste me lo comentó en una ocasión. Todavía sigue circulando. Hace tiempo que no aparece una antología tan exitosa, por más que se han publicado a posteriori varias con parecidos intentos y muy bien promocionadas, las cuales han entrado y salido de las estanterías sin pena ni gloria, aunque trayendo más penas que glorias poéticas. Medusario, por su parte, demuestra que en ocasiones la imposición de un criterio estético unificador y excluyente al mismo tiempo puede tener mayor efectividad que un plan excesivamente inclusivo.


Antes y después de la selección de Jiménez y de Medusario se publicaron infinidad de otras compilaciones que han caído en el olvido. Pocas antologías son, pues, de antología. Las antologías tienen interés principalmente en el momento de su publicación, por su novedad y por la curiosidad que originan, sobre todo en lectores de poesía interesados en saber quiénes están incluidos y quiénes no. Por más que en un principio la publicación de una muestra antológica genera interés colectivo, esto se convierte a su vez en el estigma al que pocas escapan; tienen un cierto impacto inmediato, pero luego pasan a residir en bibliotecas donde entran en un limbo sempiterno, igual que la obra del escritor ficticio mencionado por Borges, no recuerdo su nombre y tampoco importa, quien volvía de la muerte muchos años después para constatar que su libro no había sido leído por nadie y seguía acumulando polvo en el lugar más olvidado de una biblioteca. Las antologías, por tener un valor de cambio condicionado por el momento de su publicación, raras veces se convierten en libro de consultas en las bibliotecas, salvo que algún investigador literario las rescate en plan historiográfico de reconstrucción de un periodo literario dado, como si este tipo de recopilación sirviera de espejo retrovisor de una época específica de la escritura poética. De esta manera, las antologías se convierten –no todas– en dato bibliográfico antes que en vehículo motivador del placer de la lectura o en dínamo de un deslumbramiento mayor ante los poemas incluidos.


Con un papel divulgador de similar alcance al de un diario o al de una revista, las antologías son una sintética puesta al día, tal cual sucede al cierre de los noticieros de televisión de la noche, cuando en dos minutos se resumen los principales hechos de la jornada, salvo que las antologías deberían servir para algo más que únicamente informar sobre acontecimientos recientes en la historia de la escritura de poesía. Deberían ayudar a fomentar criterios de lectura y de evaluación. Tal vez por eso, porque vivimos en la era del instante veloz y de la abolición del recuerdo, lo que Filippo Tommaso Marinetti advirtió ocurriría a principios del siglo XX recién está sucediendo cien años después. Proliferan las antologías de poesía con fecha de caducidad, las cuales, para peor, pocas veces se juegan por una estética o por una voz de ruptura que se salga de manera iconoclasta de los moldes predominantes de su época. Esto es, son pocas las que exhuman la novedad que acontece en el momento histórico de realizar la selección. Divulgan en cambio a poetas conocidos y que por tener esa condición ayudarían (enfatizo el condicional) a lograr una mejor comercialización del libro. Son tantas las fallas que algunas antologías presentan en este aspecto, que de tener una segunda edición requieren una puesta al día del material incluido. Este libro se llama Tempestad secreta, y tiene como subtítulo Muestra de poesía ecuatoriana contemporánea. Muestra no es lo mismo que antología o compilación. Según el diccionario (y en esto las definiciones de los diferentes tipos que hay varían poco), antología (sustantivo, femenino) es “un libro que contiene una selección de textos literarios de uno o varios autores y, p. ext., cualquier medio (libro, disco o colección de discos, exposición, etc.) que incluya una selección de obras artísticas”. Muestra, en cambio también “sustantivo, femenino”), es “una parte o porción extraída de un conjunto, por métodos que permiten considerarla representativa del mismo”. Compilación, por su parte, es una “obra que reúne partes o extractos de otros libros o documentos”. De las tres prefiero, por razones de efectividad operativa, “muestra”, palabra a la cual también recurre Medusario (Muestra de poesía hispanoamericana). Muestra tiene un sesgo de inclusividad rigurosa aunque no pretenciosa ni pedantemente exclusiva, como la tiene la palabra antología, la cual sugiere un proceso de selección establecido según rigurosas pautas, algo que por lo general ocurre muy poco.


Tempestad secreta es una muestra que destaca la obra de 29 poetas nacidos entre 1947 y 1976, un puñado de voces imprescindibles para intentar entender la poesía ecuatoriana que se está produciendo en la primera década del siglo XXI. La polifonía y la multi-perspectiva sintáctica la caracterizan. Tres líneas formales prevalecen (a las que me referiré luego), para instaurar un punto de partida, una salida del centro hacia otra parte. El periodo histórico en vigencia lo amerita. El primer año de la segunda década de un siglo ha tenido, desde el Romanticismo hasta el presente, la condición de época bisagra, de culminación de un viaje hacia algo en desarrollo que recién llega por más que se haya venido gestando casi en oculto, a la sordina, y que de pronto eclosiona. Pasó en Europa en el siglo XIX con el Romanticismo, y asimismo ocurrió en Hispanoamérica en el siglo XX con la conclusión del Modernismo y el esbozo de las primeras grietas rupturales de la vanguardia. Veamos. Entre 1800 y 1810 se publicaron varios libros seminales para la consolidación del Romanticismo que generaron a priori el primer impulso de modernidad estética, el cual, con variantes y agregados, llega sin altibajos hasta la época actual. En la lista deben mencionarse: el Sistema del idealismo trascendental, de Friedrich Schelling, la poesía de Friedrich Schiller, la Fenomenología del espíritu de Hegel, los poemas de William Wordsworth, el Viaje a las regiones equinocciales del nuevo continente, de Alexander von Humboldt, la primera parte del Fausto, de Goethe, La marquesa de O, de Heinrich von Kleist, La novia de Messina, de Friedrich Schiller, Zastrozzi, de Percy Bysshe Shelley, además de la segunda edición, ampliada, de las Baladas líricas de Wordsworth y Samuel Taylor Coleridge, obras que dieron inicio al Romanticismo inglés y se expandieron como onda sísmica por todo el continente europeo, donde, finalmente, el reinado romántico alemán encontraba competencia. Francia llegó un poco más tarde a la fiesta romántica, pues recién con la publicación de De l'Allemagne (Alemania) de Madame de Staël, en 1810 (que debió reeditarse tiempo después ya que Napoleón mandó destruir la primera edición), los escritores de ese país comenzaron a experimentar el furor continental por una forma nueva de pensar y de escribir la literatura. 

Un siglo luego la poesía hispanoamericana vivió una parecida metamorfosis aunque, salvadas las distancias hasta entonces pronunciadas entre las literaturas de Hispanoamérica y de Europa, debería hablarse de una versión minimalista de esta, pero con grandes cambios pronunciándose en el horizonte retórico. Para 1910 el Modernismo agoniza y con la muerte de Julio Herrera y Reissig, ocurrida ese mismo año, el primer poeta de vanguardia que dio nuestro continente, la poesía moderna hispana entró en una fase inédita. Según Virginia Wolf, en 1910 (año en que nació José Lezama Lima), se notó un cambio de sensibilidad en el mundo y también en la forma de expresar el hecho poético. Al año siguiente T. S. Eliot comienza a escribir La canción de amor de Alfred J. Prufrock, que publicaría en 1915, primer poema moderno en lengua inglesa. Cien años después de aquel periodo fundacional de la poesía moderna podemos decir casi lo mismo sobre el momento actual de la lírica en lengua castellana, pues se percibe un cambio a distintos niveles de sensibilidades (parece agotada, otra vez, la llamada “poesía de la experiencia”). Ante las circunstancias históricas, las formas de la poesía en nuestro idioma a principios del siglo XXI evidencian un viraje hacia algo que ya no es igual a lo que leímos antes. Poesía ya no es “tú”, como creía Gustavo Adolfo Bécquer, con un ojo amarrado al pasado, sino cualquier persona del verbo a partir de la reversión del panorama del lenguaje. En otras palabras (y a partir de 2010, odisea de la palabra, la poesía debe tenerlas a todas en cuenta), el cambio de expresión y sensibilidad se constata mejor que en otra parte en el cambio de paradigma lingüístico, donde la poesía existe como Ser ancestral del idioma cargando su propia resolución. Todo reside allí para ser interrogado y, lo antes posible, apropiado. Esta Muestra es un ejemplo al respecto. Los poetas incluidos dejan constancia del ultimátum que le han dado a la razón en el ámbito propiciador de las palabras, cancelando el inútil totalitarismo de esta. 

Se constata un impulso de concentración y desplazamiento, y sobre todo de trueque de habla tranquila (la poesía que ya no puede ser exclusivamente instrumento de mimesis emocional) por un frenesí discursivo donde el lenguaje saca a relucir su labia, su afán de progreso en la sintaxis. La poesía ecuatoriana contemporánea alcanza su lugar inobjetable en el contexto hispanoamericano, del cual da cuenta este libro, mediante una profunda escisión a nivel de la representación. Lo demás, llega por añadidura. Primero está el hallazgo de la voz propia, primero eso, y luego enseñarle, en caso de que sea necesario, a decir lo que quiera. Una antología de poesía se hunde o se salva por el material recopilado. Ha habido algunas, varias, que incluso teniendo inspirados prólogos resultaron desastrosas y han caído en el olvido (las bibliotecas del mundo están llenas de ellas y en algunos casos sólo se salva el prologuista), y hay otras que incluso sin palabras liminares se transformaron en muestras recomendables, canonizadoras de sí mismas. Las del argentino Alberto Girri (1919-1991), sus varias antologías de poesía norteamericana, son un ejemplo fiel al respecto. Así pues, a diferencia de tantas antologías hispanoamericanas y transatlánticas recientes donde, por la superficialidad de criterios empleados y los obvios pecados de amiguismo, resulta casi imposible justificar la presencia de la tercera parte de los incluidos, Tempestad secreta se destaca por la coherencia utilizada para fundamentar sus distinguibles códigos de elección y distanciarse al mismo tiempo de un plan totalizador de estéticas poéticas, tan nefasto y común en este tipo de volumen colectivo, el cual suele convertir a las antologías en clones de la guía telefónica. 

Por fortuna, para el lector y para el criterio general del libro, esos excesos debidos a la falta de rigor y perspectiva estética, y por el uso recurrente del “criterio amiguista”, aquí han sido sorteados mediante el ejercicio de un plan de lectura honesta basado en la calidad de los poemas incluidos. Una antología, una buena antología, rigurosa y coherente (esta lo es), no debe ser más ni menos que esto, sin querer impostar otra cosa; no debe pretender convertirse en la verdad definitiva ni pomposamente aspirar a ser heraldo de una dudosa imposición de canon que nunca llega a resultar contundente ni convincente. Tempestad secreta cumple afirmativamente su cometido de síntesis, rescate y afirmación de determinados tipos de lenguajes líricos, satisfaciendo la prueba del rigor no sólo por la coherencia de criterios empleados en el trabajo recopilatorio, sino asimismo por el corpus poético seleccionado, detalle nada menor en este tipo de libro donde el valor documental hace recordar a esos discos de “Grandes Hits”, en los cuales uno le recomienda a un amigo: “Escucha esta canción, y aquella también, la otra no, pero la siguiente sí”. En Tempestad secreta hay muchas voces y canciones buenas. De antología. La opción es variada y cumple con efectividad su objetivo de presentar una rigurosa visión de la poesía ecuatoriana contemporánea según determinadas preferencias estéticas, articuladas por la subjetividad y justificadas por una perspectiva unificadora. Las notas introductorias de cada poeta son informativas, precisas, y los comentarios al final de los poemas no caen en vanas adulaciones con afán exegético, tan comunes en estos días al género recopilatorio. Es otro de los aspectos destacables de una muestra llamada a ser referente y con vida propia en el proliferante mundo de las antologías.


A principios del siglo XX, Julio Herrera y Reissig (de quien el 18 de marzo de 2010 se cumplió el centenario de su muerte), constatando que los lectores de poesía eran una disminuida minoría que crecía proporcionalmente a la inversa, dijo – más bien se dijo a sí mismo– “escribiré para París”. La capital francesa representaba, podemos suponerlo, el futuro. ¿Para quién escriben los poetas ecuatorianos hoy en día? La pregunta no resulta antojadiza pues, viendo las principales antologías de poesía hispana realizadas en los últimos cien años, la presencia de poetas ecuatorianos es mínima o inexistente. Ni siquiera la crítica especializada la ha tenido en cuenta. Como prueba basta un botón, mejor dicho, dos. 

Una de las antologías que mayor circulación internacional tuvo en la primera mitad del siglo XX, Laurel. Antología de la poesía moderna en lengua española (México: Editorial Séneca, 1941), con selección a cargo de Octavio Paz, Emilio Prados, Juan Gil-Albert y Xavier Villaurrutia, quien escribió el prólogo, no incluyó a ningún poeta ecuatoriano (tampoco hay uruguayos, pero sí nueve mexicanos y cinco argentinos, no todos recomendables). Mejor dicho, está incluido Jorge Carrera Andrade, pero, vaya garrafal error, ¡como poeta peruano! En Laurel figuran poetas menores y hoy casi olvidados (Enrique González Martínez, José Moreno Villa, y Bernardo Ortiz de Montellanos), aunque en la lista de excluidos injustificadamente, más larga que la extensa nómina de los 38 poetas seleccionados, no figura Herrera y Reissig, voz poética fundamental para entender la época de tránsito entre el Modernismo y las vanguardias. Entre las varias afirmaciones que hoy pueden considerarse barrabasadas oportunistas traídas de los pelos, Villaurrutia afirma en las palabras introductorias de Laurel: “Rubén Darío, Miguel de Unamuno, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Leopoldo Lugones y Enrique González Martínez, forman por ello el grupo inicial de la lírica moderna en lengua española en esta Antología en que no figuran otros poetas, contemporáneos suyos, cuya obra se incrusta definitivamente en el mosaico de la poesía modernista”. En la última página del libro, luego de la información bio-bibliográfica de los poetas, aparece esta nota: “(Los autores de esta Antología incluyeron en ella a los poetas Pablo Neruda y León Felipe. Cuando estaba en prensa este libro, esos señores solicitaron de nuestra Editorial no aparecer en él. Lamentándolo, cumplimos su deseo). Fue, sin dudas, una de las mejores decisiones que Neruda tomó en su vida. 

En otra antología, con características totalmente diferentes a la anterior, la cual también tuvo en su momento amplia circulación internacional, sobre todo en España (donde fue publicada en 1964), Poesía Hispanoamericana de Terrazas a Rubén Darío, realizada por José García Nieto (1914–2001, ganador del Premio Cervantes en 1996) y Francisco Tomas Comes, la presencia de poetas ecuatorianas es mínima. Perdido como aguja en el pajar, más bien como Perico de los palotes, aparece Julio Zaldumbide (1833-1881), el del poema “Al sueño”, y páginas antes figura el poeta guayaquileño José Joaquín de Olmedo (1780-1847), un comodín al que era fácil recurrir por su condición de poeta neoclásico escribiendo en un periodo histórico cuando el neoclasicismo había caído en desuso. La poesía ecuatoriana no ha tenido buena suerte con las antologías, en caso de que tal abstracción de la incertidumbre, eso que llamamos suerte, fortuna o casualidad, sirva para intentar explicar el sistemático desdén padecido por esta lírica andina. Difícil presentar razones precisas sobre los desaires sufridos a lo largo de las décadas, pues en estos casos las arbitrariedades nunca vienen acompañadas de justificaciones, sobre todo teniendo en cuenta la existencia de poetas ecuatorianos de gran calidad a nivel continental cuyas exclusiones resultaban injustas, como César Dávila Andrade (1918-1917) y Alfredo Gangotena (1904-1944), quien si bien escribió gran parte de su obra en francés, la misma comenzó a ser conocida y reconocida en nuestro continente a partir de fines de la década de 1920. Además, no puede ponerse por excusa o justificación para excluir a Gangotena de las antologías continentales el hecho de que haya escrito en francés, pues también en ese idioma lo hicieron el chileno Vicente Huidobro (1893-1948) y el peruano César Moro (1903-1956), quien dos años antes de su muerte publicó su tercer libro en francés, Trafalgar Square, lo cual no impidió que su poesía escrita en español fuera antologada y tuviese generosa difusión. 

El quiteño Gangotena, en cambio, permanece confinado en un casi secreto gueto, en la marginalia generada por el aura o mote, depende, nada justo de “poeta afrancesado”. Por cierto, convendría revalorizar la literatura de poetas nacidos en la América que escribieron en francés, como son los casos de los mencionados, además de Isidoro Ducasse (Conde de Lautréamont), Jules Laforgue, y Jules Supervielle (amigo de Gangotena), cuyas obras exigen ser leídas en otro contexto de mayor alcance, aparte del exclusivamente francés. Ese plan de rescate no resulta para nada descabellado. En Uruguay, salvo muy ilustrados círculos literarios (y ni siquiera allí), es desconocida, mejor dicho, ignorada, la poesía de Lautréamont, Laforgue y Supervielle, simplemente porque escribieron en francés, por más que los tres se consideraran, antes que franceses, montevideanos. También ha sufrido (y sufre) marginaciones otra poeta montevideana, Susana Soca, excluida de la mayoría de las antologías por la absurda razón de haber residido varios años en Francia. La periferia padecida (aunque el presente de indicativo resulta el tiempo verbal adecuado) por la poesía ecuatoriana, sin embargo, es otra. Se pueden conjeturar varias posibles causas. Aparte de la mala circulación de los libros de poetas ecuatorianos fuera de las fronteras de su país –habría que escuchar las explicaciones que pudieran esgrimir los editores al respecto– surge como una de las razones principales la ausencia en Latinoamérica de una crítica literaria rigurosa, especializada en poesía. Nuestra (nadie debería sentirse excluido) orfandad en este aspecto resulta alarmante. Quienes escribieron con insistencia sobre poesía (y han hecho la casi totalidad de las antologías), fueron casi siempre poetas en ejercicio de sus gustos literarios, escribiendo sobre estéticas afines a las suyas, y que no necesariamente tuvieron en cuenta el análisis detallado, riguroso y fundamentado de las obras y autores a consideración. Hubo también, es verdad, “críticos-poetas” con buena formación intelectual, como Octavio Paz, Saúl Yurkievich y Guillermo Sucre, los cuales por lo general se dedicaron a revisar figuras canónicas, sin que se les deba el hallazgo de alguna voz nueva, recién surgida, o bien la exhumación de un poeta olvidado. Tampoco articularon un discurso crítico iluminado, tal cual lo hizo magistralmente Hugo Friedrich (1904-1978) en Estructura de la lírica moderna (1956), que permitiera entender mejor un periodo estético-lírico poco conocido o una determinada tendencia formal. Lo que tuvimos y tenemos, y de una vez por todas hay que ser claro al respecto, han sido opinadores y reseñistas, articulistas de diarios y revistas, gente con afinidades electivas y moderada pasión por la poesía, pero no intelectuales del lenguaje que hayan sabido pensar de manera consistente y rigurosa sobre el fenómeno lírico, de la misma forma que los tuvieron, y en gran cantidad, la poesía alemana, inglesa, francesa y estadounidense a lo largo de los tiempos. 

Seguramente la poesía romántica inglesa, que tantas nuevas estrategias discursivas aportó a la “estructura de la lírica moderna”, carecería de su contundencia formal de no haber existido un pensador con ideas de avanzada como William Hazlitt (1778–1830), cuyo ensayo “Lectures on the English Poets” (1818) resulta esencial para comprender la poesía de ese periodo fundacional. Sin pensadores de la poesía, esto es, sin filósofos del lenguaje y del hecho lírico como resultado de un acto con consecuencias del pensamiento, los poetas hispanoamericanos continuarán, como lo han hecho hasta ahora, escribiendo para un auditorio reducido pero incompleto, pues hay lectores de poesía aunque no críticos especializados en analizar esta. 

Por consiguiente, teniendo en cuenta este desolado panorama que de una manera o de otra afecta a todos los países del río Bravo para abajo, un panorama aun en presente aunque muchos países celebren por estos días el bicentenario de su independencia, a nadie debe extrañar que la poesía de Ecuador haya pasado prácticamente desapercibida desde los inicios de la modernidad, a fines del siglo XIX. Ha sido demasiado tiempo, es un largo olvido que el presente siglo tiene la obligación, en la medida de lo posible, de subsanar. Jorge Luis Borges, a quien cité 25 párrafos atrás, afirmó que “ochenta años de olvido equivale tal vez a la novedad”. Me animo a decir que el siglo XXI, después de mucho más que ochenta años de olvido, será el siglo de la novedad de la poesía ecuatoriana. Los ejemplos provenientes de este libro otorgan credibilidad a mi entusiasmo. Es posible que el XXI sea el siglo de la poesía ecuatoriana tal como el XX fue el siglo de la poesía chilena y de la poesía peruana, los dos países que tuvieron mayor visibilidad en el género lírico a nivel continental (y que mexicanos y argentinos sepan disculpar mi afirmación, pero es así). Esta vez las excepciones obligatorias no son Dávila Andrade ni Gangotena (ni tampoco Carrera Andrade, quien en antologías ha estado representado mejor que el resto de sus coterráneos). Esta vez los Dávila Andrade y Gangotena son unos cuantos poetas ecuatorianos de hoy, varios de los cuales integran esta antología ejerciendo peculiares prácticas formales y maneras de asumir el habla lírica, todo lo cual no solamente le otorga a la poesía ecuatoriana contemporánea fuerza expresiva y aporta novedades en la matriz lingüística, sino también, muy importante, impone variedad. Las poéticas de las que este libro informa protagonizan su ADN al límite, sin evitar los aciertos de tono ni los gestos de transformación discursiva que por sí solos bastan para ser catarsis. Por encima de todo, Tempestad secreta destaca un nuevo punto de partida en la poesía ecuatoriana, una lírica que ha pasado demasiado tiempo ignorada, que anduvo más de un siglo deambulando para salir de su restringido espacio de reconocimiento y encontrar criterios de comprensión, esto es, para lograr que finalmente le presten atención. 

Sin discrepar ni concordar (pues aquí no es el lugar para hacerlo) con las afirmaciones sostenidas en 1966 por Octavio Paz en su ensayo “Poesía en movimiento”, en el cual se preguntó sin llegar a responder con argumentos definitivos si efectivamente hay una “poesía mexicana”, podemos hablar no obstante de una poesía escrita en Ecuador, legitimada por determinados rasgos de dicción y comportamiento sintáctico que añaden un habla y un decir específico a la tradición poética hispanoamericana, dato que podría ser verificable a nivel de análisis micro lingüístico.(1) 

La poesía ecuatoriana contemporánea, tal cual este libro lo revela, es una nota personal de la trascendencia, un dato entregado a los rasgos que menos se conocen del habla de unaidentidad nacional, en caso de que tal cosa exista. La escritura, poniendo en práctica ciertos ejemplos arquetípicos, documenta un tránsito y un arrebato, siendo por lo tanto glosa que también es juego, juerga, jerga y enigma dando a conocer por qué se piensa y se escribe de una determinada forma y no de otra. Las palabras emulan algo con lo cual han venido a ponerse de acuerdo de manera diferente, y de ahí la diversidad de tonos, prosodias y modos de ejecutar la sintaxis. Detenidos en su resarcimiento, en el equilibro apacible de una intuición, los poemas incluidos en Tempestad secreta refieren a un estado de ser del “habla ecuatoriana”; acortan el distanciamiento entre imaginación y realidad, entre plan y realización, entre metáfora y metonimia, pues el desplazamiento incluye un repertorio alegórico que al expresarse se va construyendo. Los versos repasan lo material y lo concreto del lenguaje, lo que tienen presente en sus particularidades para poder hacerlo hablar de otra forma, sin que el propósito de las distintas estéticas sea generar una voz única. Nada más diferente (más allá de los puntos de contactos que puedan existir entre ambas poéticas), que la lírica de Ernesto Carrión y la de Edwin Madrid, por ejemplo, y sin embargo puede hablarse de un espacio autotélico unificador (que no elimina las diferencias), en el cual las voces rigen su destino sin cargar lastres ideológico ni buscando imponer una verdad histórica oficial que, además, no existe. 

En la poesía ecuatoriana contemporánea hay un tono de inflexión, protegido por un atractivo que se mantiene y que no invierte su papel, que va a su aire, empeñado en suceder manteniendo sus huellas y lo que viene incluido en ellas, una coreografía a la que le ordenaron contraatacar en cada nueva frase y crear suspenso en cada mínima secuencia en la que no necesariamente deben ocurrir cosas. El poeta, afortunadamente para la poesía, ya no es responsable de la realidad histórica y por lo tanto debe hacer algo con la densidad de su pensamiento. La poesía, un exorcismo de la inteligencia. Como si el lenguaje jugara a la ruleta rusa cantando en voz alta, un melodismo sale a flote, poniéndose a solucionar lo que propone –sin nunca hacerlo explícito– y con lo cual no necesariamente debe estar de acuerdo. 

La poesía de los 29 autores incluidos en este libro permite observar tres líneas de dicción lírica no tan difícilmente determinables. Encontramos una línea de interrogación metafísica del lenguaje, cuya genealogía ‘irreferencial’ le otorga al acto poético una condición esparadagmática. Puesto que el poema transforma al desacuerdo con la interpretación en su primer objetivo, y para hacer más irremplazable a su itinerario sintáctico, la escritura ostenta una resistencia total al sentido único, totalitario, asumiendo la forma de una ilustración –o algo parecido– sobre la cual faltan referentes. Las palabras dan cuenta de una entidad sospechosa que recién a partir de las frases podrá empezar a existir. 

Como corolario de una plataforma expresiva en actividad surge una escritura. arborescente que conforma la ambigua y decisiva demarcatoria configurativa donde se reinscribe una conflictiva significancia, algo así como la lucha de una palabra con otra. Ante la escucha episódica emergen versos y estrofas habituados a provocar el desconcierto sin siquiera haberse esforzado, a originar a su paso una plenitud ensimismada que no admite distracciones. Podemos hablar de una amplitud abstracta en la cual las palabras buscan en vano lo que ya encontraron, aunque amaguen seguir hablando. La expansión de sentidos y motivos a partir de la insistencia en un decir reverberante no queda del todo descartada. Haciendo uso de una retórica por momentos agramatical que tomó la decisión de existir donde las palabras hacen perder el rumbo del acto de la interpretación, pues la búsqueda de indicios no parte de ruinas preestablecidas sino de momentos iniciáticos que visitan al significado apenas una vez, la poesía programa su desafío en dirección contraria hacia donde se dirige. En esta línea pueden inscribirse las poéticas de Jorge Martillo Monserrate (1957), Roy Sigüenza (1958), Fabián Guerrero Obando (1959), Fernando Balseca Franco (1959), Galo Alfredo Torres (1962), Paco Benavídes (1964-2004), Cristóbal Zapata (1968), Luis Carlos Mussó (1970), y Ernesto Carrión (1977). Maquinarias de ritmos y visualidades, tramos de iniciación de algo que escuchamos cantar en voz alta aunque ya no importe saber cuál ha sido el origen del canto (pues resulta imposible trasladar simétricamente las cosas de la realidad al lugar donde fueron dichas), los poemas asociados a esta tendencia tienen dos vidas simultáneas: una en la página, otra en los oídos. Pronostican y alertan sobre la traza de promisión que representan, como si supieran con certeza que todo cuanto dicen tiene sentido, pero en otra parte. Las señas textuales operan en complicidad con una melodía que devuelve al intríngulis semántico su prestigio auditivo.


Los poemas se erigen contra las expectativas, ya que tanto el trayecto lúdico de la gramática como el ojear de la percepción desembocan en un proceso contra-intuitivo mediante el cual el lenguaje poético consigue sabotear las prerrogativas de la lógica. En carta de 1916, Walter Benjamin señalaba que “cualquiera que pelee contra la noche debe movilizar su más profunda oscuridad para liberar su luz”. La poesía se transforma en la entidad material donde el sujeto (social y lírico) libera su luz expresando su oscuridad. El lenguaje sabe hacerlo muy bien. Encandila desde la penumbra. 

Aparece también otra vertiente operativa, una en la cual se advierte una improbable reconstrucción del operativo visual del mundo empírico en donde destaca la desestabilizante belleza de los signos colapsados y, antes que nada, la necesidad de representar la realidad a través de lo que no se puede decir completamente de lo que ocurre allí. En esa línea de distensión y acercamiento al mismo tiempo, en la que el habla lírica trabaja a partir de las esquirlas del silencio, se instalan las obras poéticas de Huilo Ruales Hualca (1947), Sara Vanégas Coveña (1950), Pablo Yépez Maldonado (1958), Vicente Robalino (1960), María Fernanda Espinosa (1964), César Molina (1965), Pedro Gil (1971), Ángel Emilio Hidalgo (1973), Carlos Vallejo (1973), Franklin Ordóñez (1973), y David G. Barreto (1976). Integrada al sintagma poético, la palabra representa no lo que quiere decir, sino la manera de decirlo. En el teatro de operaciones, la crítica histórica no exige ser entendida para extenuar las posibilidades de la realidad. Su arraigo está en hablar de algo que persiste como posibilidad o imaginación, como si la poesía tuviera que ver, y con oír, algunas frases que escuchamos a lo largo de la vida y que por alguna razón sin especificar deberían ser salvadas del olvido. ¿Hay algo que no han dicho, que falta por decir? La situación hace pensar en los versos de Antonio Machado, “oscura la historia/y clara la pena”, pues durante su tránsito por entre la contradicción y la “oscura historia” las palabras no pierden de vista aquello que todavía no han podido mirar. La descripción de esa itinerancia, la cual no acontece como autismo de la sensiblería, acompaña el antagonismo que caracteriza al habla poética contemporánea, ya que el poema es la escritura en “contra de”: el territorio vulnerado por todos los signos que tienen cabida al mismo tiempo. 

En el meollo resalta una transparencia oclusiva mediante la cual el signo poético toma posesión de situaciones cambiantes en el plano semántico: la palabra comienza diciendo una cosa, pero puede terminar diciendo otra. Hay un tono de realidad que no es necesario mantener, y el cual no puede quedar definido por un único aspecto. Recurre a la exclusividad conspiradora de su accionar para construir las frases, al protocolo de un novel tono que devuelve al acto de escribir, a partir de lo observado, su condición no-objetiva, sobre todo ante ciertas situaciones de una realidad que desde dentro se ve tan exclusiva como por fuera. 

La poesía mira para el mismo lado, para ver cosas diferentes. Por un pelo podría perderse fácilmente el mundo moderno, dejar en desuso al bel canto por considerarlo monótono, innecesario para lo que deben ser los atributos fundamentales de la usanza lírica. La poesía propicia una trayectoria en la cual se constata un hecho indiscutible; las señales que deja la realidad son insuficientes para darle sentido al núcleo de la vida. Por lo tanto, sintiéndose obligada a hacerlo, la poesía reconstruye el tramo de realidad y existencia que va desde origen hasta aquí. A partir de cero –del grado cero de la visualidad– reconstruye las marcas que salpican la superficie de lo real y que en definitiva son las que componen la trama lingüística del poema exhibiendo los nombres encontrados durante el periplo que aun espera tener conclusión, pues ha ido demasiado lejos, desplazándose entre la austeridad y lo inexpresivo. ¿Qué realidad es esa? Georges Perec, en las palabras preliminares de su novela póstuma Lo infraordinario, afirma lo siguiente: “Lo que ocurre cada día y vuelve cada día, lo trivial, lo cotidiano, lo evidente, lo común, lo ordinario, lo infraordinario, el ruido de fondo, lo habitual, ¿cómo dar cuenta de ello, cómo interrogarlo, cómo describirlo?”. La tercera tendencia advertida entre los 29 poetas convocados involucra una escritura establecida “contra lo escrito” y no imperativamente representativa de la oralidad. Plantea un signo roto que viene de antes y que abandona el escenario retórico dejando su posible resolución en puntos suspensivos. El encriptamiento ha sufrido un proceso de austeridad; el lenguaje habla como si el yo tuviera bien especificado su auditorio, y la conversación hubiese comenzado antes de la llegada del lector, incluso antes de la escritura del poema. El yo lírico acepta el tono casi confesional de su impostura, casi, pues el trasfondo del relato (poesía que habla para poder decir) queda a mitad de camino, situado con ecuanimidad entre las figuras que exalta y aquello que todavía no pensó ni está seguro de que quiera decir. Los mecanismos retóricos de escisión, tanto de lo cotidiano como de lo trascendental, eliminan las diferencias entre lo oral y lo escrito; el poema se instala en ese espacio límbico, intransigente por no querer dar a conocer sus señales de identidad y por permanecer en un estado de deconstrucción, dentro del cual lo escrito amaga con quedar resuelto justo cuando está siendo leído, y lo oral entra en fase de borramiento, de cambio hacia otro nivel de expresión. Surge un lenguaje en estado de pantomima, como si las palabras intentaran leer los pensamientos a partir del silencio que no pueden interpretar, intuyendo a pesar de todo el advenimiento de una arquitectura donde mente y realidad hacen sus transacciones sin anularse mutuamente. La poesía, cortesía de una perspectiva, cumple de tal manera con una ordenanza contradictoria: el documentalismo auditivo existe a partir de su condición de práctica inscriptiva. Un cierto ascetismo minimalista mantiene vigente sus resonancias al no poder estas quedar sistematizadas, hubiera sido pensada muy bien antes de quedar exhibida en la escritura. En esta, los accesos de la representación encuentran la manera de acumularse sin llegar repetirse, en sintonía con un planteamiento sobre el cual no tenemos completa información y que sin embargo contribuye a un aporte de significación (en el plano de los significados), algo muy raro en la lírica de los días de hoy. La palabra pone a disposición de la poesía los rebotes de la sensibilidad, el componente estético de los sentimientos, ese interés de la inteligencia por saber qué hay en los estados de ánimos y de qué manera puede ser expresado en el idioma, sin temor a que este pueda cambiarle la fecha de vencimiento a los mismos. El poeta habla para que las palabras vengan. Su monólogo tras bambalinas, adonde siempre vuelve, hace del poema un lugar propenso al autorretrato, a la imagen total que invoca sin resolver. En esa inflexión, que en ningún momento olvida hacia dónde va, el gesto idéntico se repite de forma incesante para ser diferente. Al lector le llegan rumores de un habla bien tramada, de un rito de menos a más, pues recién está llegando desde lejos para poder completar su permutada existencia. En esta línea se incluyen las obras de Ramiro Oviedo (1952), Mario Campaña (1959), Edwin Madrid (1961), Aleyda Quevedo (1972), Paúl Puma (1972), Alfonso Espinosa Andrade (1974), César Eduardo Carrión (1976), Javier Cevallos (1976), y Juan José Rodríguez (1979). 

Así pues, el presente volumen representa antes que nada una invitación a la lectura de una poesía repartida en 29 voces que ahora mismo están sucediendo por separado para dar forma a una identidad compartida. Es como encontrarse después de algún tiempo con un viejo amigo al que le gusta leer y recomendarle unos cuantos libros que se fueron acumulando en la memoria desde la última vez que lo vimos, y que habían estado esperando ese momento, el del reencuentro, el de la oportunidad para poder decírselo. No en vano, esta muestra selectiva privilegia la felicidad del hallazgo de una casi treintena de voces, y al mismo tiempo sirve para sacar a la tempestad de su secreto y ponerse al día con una de las líricas americanas menos conocidas. 

Los poemas incluidos invitan al goce del tiempo del periplo a través de una superstición invulnerable; la del lenguaje: invitan a ir más allá del mero intento de “pensar sobre”, para entrar a ese periodo de deslumbramiento de la lectura que hace pensar en la historia ilustrativa contada por John Keats a una estudiante de poesía. Decía el poeta inglés que cuando uno se tira a un lago no es para alcanzar enseguida la orilla, sino para estar en el agua y disfrutar la presencia de esta. Tempestad secreta es una invitación a tirarse al agua, no para intentar encontrar inmediatamente la orilla. Como siempre y asimismo aquí, la única obligación de la poesía es dar cuenta de su existencia autosuficiente, involucrarse en las cosas que quiere decir, y expresarlas, aunque por propia voluntad desista explicarlas. Viene al caso también la historia de Confucio. Tras un largo paseo sin destino fijo en compañía de uno de sus discípulos, este, a punto de perder la paciencia por sentir que no iban a ninguna parte, preguntó: “Maestro, ¿adónde vamos?” Confucio respondió: “Ya estamos”. En el libro donde ya estamos, el lector ha de sentir que la lírica ecuatoriana actual recompensa con la promesa de un viaje mientras el viaje está teniendo lugar y nosotros, los lectores, somos el destino. 

(1) Paz llega al colmo de criticar la noción de identidad poética nacional –tema para un largo y bizantino debate– pero al mismo tiempo le dio el visto bueno a infinidad de antologías de poesía mexicana, entre otras Poesía en movimiento (a la cual el poeta mexicano llamó “un experimento”) y Ómnibus de poesía mexicana donde, obviamente, el propio Paz aparece como punto de referencia. Además, sus contradicciones o faltas de criterio y/o arbitrariedades se evidencian en otro aspecto; a poetas que primero destacó, luego los excluye, caso de Enrique González Martínez, a quien incluyó en Laurel, pero luego se opuso a que fuera incluido en Poesía en movimiento. 

Eduardo Espina 
nació en Montevideo, Uruguay, en 1954. 
Obtuvo su doctorado en Filosofía en Washington University en St. Louis, Estados Unidos. Ha sido profesor de Poesía Contemporánea en diferentes universidades de Estados Unidos y México. Publicó los libros de poemas: Valores Personales 1982; La caza nupcial, 1993, 2a. edición 1997; El oro y la liviandad del brillo, 1994; Coto de casa, 1995; Lee un poco más despacio, 1999; Mínimo de mundo visible, 2003, y El cutis patrio, 2004. Libros de ensayo: El disfraz de la modernidad, 1992; Las ruinas de lo imaginario, 1996, y La condición Milli Vanilli. Ensayos de dos siglos, publicado en 2003 en Buenos Aires por Grupo Planeta. En Uruguay ganó dos veces el Premio Nacional de Ensayo: en 1996, por el libro Las ruinas de lo imaginario, y en 2000 por el libro Un plan de indicios. En 1998 obtuvo el Premio Municipal de Poesía por el libro aun inédito Deslenguaje. Ha ganado las becas del National Endowment for the Humanities y del Rotary Foundation. Sobre su obra poética se han escrito tesis doctorales, y extensos artículos de estudio fueron publicados en prestigiosas revistas académicas como Revista Iberoamericana y Revista de Estudios Hispánicos. Su poesía se estudia en universidades de Estados Unidos, Europa y América Latina, y sus poemas han sido traducidos parcialmente al inglés, francés, italiano, portugués, alemán y croata. Incluido en la Enciclopedia Británica y en más de 20 antologías de poesía latinoamericana, entre ellas Medusario, del Fondo de Cultura Económica. En 1980 fue el primer escritor uruguayo invitado al International Writing Program, de la universidad de Iowa. Desde entonces radica en Estados Unidos donde edita Hispanic Poetry Review, revista dedicada exclusivamente a la crítica y reseña de poesía escrita en español.

Creación
Cartografía del Sueño IV


Espacio destinado a elaborar muestreos virtuales basados en trabajos foto-etnográficos de los diferentes aspectos de la vida cultural (tanto en las líneas de dialogo entre la ciudad y su periferia, así como en los imaginarios colectivos de los distintos hemisferios del planeta). Esta semana nuestro invitado es Jorge Luis Caputi con su muestreo: Caleidoscopio Ingles, fruto de uno de sus diversos viajes realizados por Europa, esa que amaba  Borges cuando pensaba en su hogar, esa que vio nacer el Punk en el 100 CLUB , como el mismo autor lo ha expresado

CALEIDOSCOPIO INGLES
(EDIMBURGO - LONDRES)

 


Jorge Luis Caputi (Guayaquil)

Completó estudios formales en Economía con mención en gestión empresarial por la Universidad Superior Politécnica del Litoral. Además de un diplomado en Comercio Exterior.

Comparte sus intereses numéricos con su obsesión por el arte, las ciudades y  la poesía, asunto que lo ha llevado a atravesar Europa en repetidas ocasiones.

Barcelona, Madrid, Sevilla, Amsterdam, Londres, New York, Manchester, Rotterdam y Edimburgo, son solo algunos de los destinos que ha registrado el colaborador de esta cartografía.

Actualmente realiza su tesis en la maestría de negocios internacionales.