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30 mar 2007

LOS NOMBRES DE LA VIDA:
MANICOMIO DE MAURIZIO MEDO


Por Raúl Zurita

Manicomio de Maurizio Medo es una de las mayores conquistas que la poesía en nuestro idioma puede exhibir de aquellas zonas que, anidados en el fondo de lo humano, no habían encontrado una lengua que los expresara. Para hablar entonces de este poema debemos retroceder a aquellos momentos en el cual la palabra, el más peligroso de los bienes, se escinde entre el mito y la historia, entre la imagen y la razón, y volver a situarnos en la derrota civil de la poesía, es decir, en ese nudo ciego que a partir de Platón, decretó la expulsión de los poetas de la comunidad de los hombres. Lo que Maurizio Medo nos muestra acá es, antes que nada, una gran metáfora de la expulsión de la poesía, una de las más lúcidas y poderosas que hoy podamos leer, y cuyo correlato debemos buscarlo en Rimbaud. El punto central desde el cual se levanta Manicomio es el mismo punto central que toca Una temporada en el infierno: el confinamiento por parte del poder de todas las potencias desarticuladoras y liberadoras del lenguaje.

Sabemos por Foucault que en la modernidad el manicomio viene a ocupar el lugar de los leprosarios y que será ese lugar donde todas las reservas de fantasía, de pulsión, de fiesta y de muerte del discurso son recluidas. Lo que esta obra de Medo nos muestra es que el papel del poema es en primer lugar constituirse en el manicomio del lenguaje, recibir allí a todos los expulsados de la razón, a todos sus mendigos y sus ángeles, a sus criminales y sus místicos, otorgarles un sitio, y en segundo lugar liberarlos para que sea entonces ese pequeño representante del poder: el lector, el que contaminándose de esas palabras santas, malditas, alucinadas, pueda reconocer los trazos de una libertad hasta ese momento desconocida. Es la libertad del poema. Asistimos así como lectores a la escenificación de un palimpsesto donde los personajes de este libro: Mandil-mandril, Gilda, Carroll, Francesca, el falso Ginsberg, Alicia, doc., y todos los que allí comparecen, hacen presente residuos de idiomas, de lenguajes, de textualidades, moviéndolos con una potencia tal que, juntos con mostrarnos el subentendido metafísico de todas aquellas narraciones que llamamos historia, dibuja el nuevo escenario de lo que podemos todavía denominar escritura.

Así, esta obra se vuelca permanentemente sobre sí misma negando cualquier concepto de límite o de término, y continúa y es continuada por el Inferno de Dante, por la citada Temporada en el Infierno, por los Cantos de Maldoror de Lautreamont, los Cantos Pisanos de Pound, por el Aullido de Ginsberg, por el Teatro de la crueldad de Antonin Artaud, mostrándonos de paso la simultaneidad esencial de todas las escrituras (el instante que escribe Dante es el mismo instante en que escribe Homero y que escribe Virgilio y que escribe el poeta joven que prepara su primer libro) y que escribir es poner en juego todo el universo de los textos en su absoluta contemporaneidad. La escritura es la negación de la historia, pero sólo el poema puede hacer esa crítica extrema, él niega el tiempo y es a la vez el tiempo, su consistencia es precisamente esa marginación absoluta de la comunidad donde sí existe la narración, el pensamiento, la crítica literaria. Esa alteridad donde se sitúan los personajes de Manicomio es también la alteridad del poema. Quien escribe suspende su vida y por ende suspende también la muerte y esa es la comunidad confinada de la poesía donde todos los poetas comparecen, exactamente en el mismo instante, y donde tanto la idea de las influencias, como lo presenta Harold Bloom en su sobrevalorado Canon, como la noción de intertexto, se ven radicalmente sobrepasadas. Todo gran poema es todos los poemas. Manicomio como toda gran poesía, desmiente la noción de un autor único, de un poema único, para hundirse y multiplicarse en el mar general del habla, en esa primera gran escritura que es la oralidad.

Pero acerquémonos un poco más a los personajes de Manicomio. Lo que nos plantea su vertiginoso jerguismo, sus distorsiones sintácticas, sus quiebres de significantes, su hibridación de los lenguajes llamados cultos con los populares (Dante es un alienado en Manicomio y a la vez es Dante Alighieri), es que la distinción entre lengua escrita y lengua hablada no es tal y que ambas son escrituras del primer lenguaje: el gestual. Pero ese lenguaje, aquel que devino en conciencia, sigue siendo el único campo donde locura y razón borran absolutamente sus fronteras. El habla es la escritura del gesto y por ende toda habla es metafórica. Un loco lo sabe, por eso su discurso carece de doblez. Ha prestado su cuerpo para ser otro:

Porque yo soy el Otro cada vez, y me mato
Como a eterno enemigo y me huyo por los mares

Y las tierras y los cielos, sí, de mi arrebato.

Lo que Manicomio no está mostrando es que un ser razonable sólo puede poseer un nombre. Un demente no, él está poseído por el o los nombres. La ilusión metafórica del hombre razonable consiste en la creencia de que él puede ser representado por un nombre. El realismo del loco es que él representa al nombre. En el primer caso un nombre, aquel por el que se conoce a un hombre razonable, es siempre un vacío que él debe llenar con sus expectativas: ser famoso, tener dinero, ser un buen padre, el discurso razonable es el vacío operando sobre el vacío. El hombre razonable no actúa el nombre, por el contrario, pasa la vida actuando para darle un significado a se nombre, para llegar a tener un nombre. El alienado que dice ser Napoleón pondrá su mano entre los botones de su chaqueta y actuará, será el nombre. Los personajes de este libro al preguntarse quiénes son, qué es tener un nombre, qué es llamarse, nos devuelven a esa lengua de señas, de balbuceos, de gruñidos que está en el origen de lo humano y simultáneamente a la desconcertante traducción y traición de las palabras:

¿Soy aún la blonda niña que sin poseer deseo sedujo al preceptor?
¿O sosoy el otro, aquel a quien llamaman pedoófifi lo
halando su dulce voz de ruiseñor?

Y su pregunta se nos extiende a nosotros sus lectores: en el vértigo de los nombres estos no hacen distinción entre las categorías que nos impone lo razonable. El poema borra sus confines para extenderse por el cuerpo de todas las escrituras, de todos los nombres, entregándonos un infinito de sentidos, de vidas posibles, de relaciones, donde la metáfora es finalmente el lenguaje, esto es, el océano incolmable de todas las posibilidades de enunciación. Pero esa es la razón del por qué del confinamiento de la poesía, del por qué de su expulsión de la república. Su poder radica en ese infinito de sentidos donde el silencio actúa sólo como un sentido más, como un correlato gestual más. Pero para el poder el silencio representa la verdadera carga amenazante. Allí donde opera el revés del habla, su no dicho, su silencio, el poeta ve otro nombrar más, para el poder ese otro nombrar más es aterrador. El fascismo persigue los discursos porque lo que quiere apresar es el silencio. Equivocadamente presume que la poesía es la fortaleza que guarda el tesoro del silencio.

Este sentido escatológico que se desprende de Manicomio nos habla entonces de un terreno que de conquistarse en la vida significaría ni más ni menos que la reversión de todos los valores y –siguiendo a Nietzche- el retorno de Dionisios como el dios sin metáforas (la fiesta pura, es la acción pura, la celebración pura) y, más cercanamente, más profundamente si se quiere, significaría la ciudad de la ardiente paciencia de Rimbaud donde la famosa imprecación “el canto de los cielos, la marcha de los pueblos. Esclavos, no maldigamos a la vida” reencuentra el significado que la razón le ha negado. Esta carga utópica que subyace en Manicomio, es el campo de una lucha en la cual la existencia de la poesía es el único sostén de una posible nueva natividad donde librados de la tiranía de los nombres, es decir, liberados de la tiranía de la identidad, eso que persistimos en llamar lo humano reinvente los sentidos plurales de su libertad. Es sólo un vislumbre y es difícil ir mucho más lejos. Sea lo que sea, en medio de la vastedad de la poesía latinoamericana, de su resistencia, de su tumefacta y prodigiosa realidad, lo que Maurizio Medo ha puesto en juego con Manicomio es el significado más acuciante que se pueda tener desde este lado del mundo el je est un autre de Rimbaud.

Es esa la radical crítica de la poesía. Su marginación no es otra cosa que la cara actual de una expulsión ancestral. Hoy esa crítica es una crítica a la economía y su único argumento, el más poderoso, fuerte para los poetas desde Baudelaire, es que no se vende, que la poesía no se vende. Pero hay que entender eso: la poesía no se vende. Sus tirajes exiguos, la ausencia de lectores, es la condición de la poesía misma hoy. Ella no puede sino no venderse porque le tocó cruzar por lo más despreciado, por lo más desesperado, por la zona más excluida del mundo. Su parentesco es más que nunca con los olvidados y recluidos de la tierra, y es posible que sea esa reclusión sea la estación más desoladora que los poetas han debido cruzar desde que fueron expulsados del reino de este mundo. Si a los poetas les tocó en un momento inventar el futuro, darle su comienzo: Isaías, Homero, Virgilio, ahora les tocó ser los sostenedores de la agonía del lenguaje. Pocas obras han indagado tan poderosamente en esa tarea de la poesía hoy como este libro, como este poema. Lo proverbial es que Manicomio no se refugió en una interrogación sobre la poesía en el sentido usual, sino que su pregunta fue infinitamente más despiadada, más extrema, más visceral, su pregunta fue por la vida o, lo que es lo mismo, por los nombres de esa vida, por el afuera del poema. Pero el afuera del poema es el inmenso territorio por liberar. Muy pocos poemas de nuestro tiempo han apostado tanto a la esperanza como este poema crucial y desesperado.