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8 mar 2010

EL ARRIBAJE

Maurizio Medo





Desde mi hacer, insisto en el uso del verbo “hacer” en lugar de referirme a una “condición” (la de poeta) como si se tratara de un título o un “status”, me percibo como un reincidente contumaz y, si tuviera que confesarme ante uds. (sin púlpitos ni santos), lo primero que haría, sin pausa o titubeo, sería reafirmar la inconformidad que experimento ante eso que pretendemos entender, que entendemos, como realidad, la que, a veces, me sabe sólo a caprichosa autarquía. Una equívoca. De ahí la necesidad de habitar en otra, paralela: la escritura.
"Cuanto más lejos vamos, -nos dice Rilke- más personal, más única se vuelve la vida”. Creo que la inconformidad es la única vía a través de la cual puedo explicarme el hecho de que un grupo de individuos pueda escribir poesía en pleno desmadre post-histórico. De cara a cómo se nos presentan las cosas –calentamiento global, falta de agua, sismos y desastres naturales, crisis financieras, pandemias etc.- la primera pregunta a insinuarse es ¿Por qué se escriben, por qué escribimos, poemas? ¿Por qué no conformarnos y utilizar el idioma para los fines corrientes y prácticos? ¿No es más útil el libro de Inventarios y Balances que aquellos llamados Trilce o Altazor?
En mi caso la historia comenzó por una suerte de voluntad ajena: mi familia era un poema. Tuve un abuelo turinés —marqués de cuna, bisnieto de Emilio de Ventimiglia, quien –dicen- inspiró a Emilio Salgari para su personaje “El corsario negro”. Huyó de Italia después de la Segunda Guerra, debido a sus creencias políticas, luego de que las tropas aliadas lo liberaran horas antes de ser fusilado. Él –y esto lo digo con orgullo- fue uno de los líderes del movimiento partigano en el norte de Italia. Llegó al Perú y tradujo al español el Tao te king e inició el estudio de las ciencias orientales en Latinoaméricai. Tuve un padre croata, quien también llegó, pero traído a rastras por el suyo, desde la ciudad de Dubrovnik, cuando aún existía Yugoslavia. Desde que el viejo Pétar Medo, mi abuelo, pisó el puerto del Callao, Blajo –mi viejo- no tuvo otro sueño que conquistar Jauja, la tierra de oro. Si bien buena parte de su vida fue a contracorriente de los deseos de su progenitor –para muestra un botón: se doctoró en filosofía- finalmente abdicó y terminó sus días en la búsqueda del “gran negocio”-o con la idea de fabricar ataúdes de acrílico –esto no es metafórico- o con aquella de la industrialización de la cochinilla –cuando no se sabía bien qué diablos era la cochinilla. De más está decir que nunca la fortuna sonrió a sus esfuerzos. Mientras tanto, mi madre, italiana ella, nunca supo explicarnos a qué país pertenecíamos dentro de una casa donde se hablaba español, se gritaba en italiano y se insultaba en croata.

che cosa ci vuoi far, così è la vita …. cantaba madre
bandadas de amapolas volaban por la aurora los gansos tras la verja una vieja canción importa tanto canta pájaro blanco
¿de qué candor es la infancia?
de ella esta rosa sangrienta, el lirio blanco y

LOS NIÑOS: ¿cuándo traerás nuestros corazones del verano?
gritaron contra el poema
los mantenía callados papà papà come si fa?


Si esto hubiera ocurrido en algún lejano punto de los Balcanes, sería fatuidad pura, pero, un momentito, estoy hablando desde el sur de Latinoamérica, más específicamente desde el Perú, el mítico país de “todas las sangres”, donde se escribió “la letra en que nació la pena”. El mismo que, mientras crecía, me iba reclamando pertenencia, un sentimiento que no existía –y sobre el cual aún asaltan las dudas.
Así llegué a la pubertad.
En lugar de interrogarme, como la mayoría de pre-adolescentes sobre dónde y cómo venimos (sí, los viejos cuentos del repollo, París y la cigüeña), mi conciencia tenía otras prioridades. Lo que ansiaba saber era ¿adónde habíamos llegado? Aunque nací en Lima siempre tuve la impresión de ser un “proveniente”, ni siquiera del otro lado –y ni siquiera de la mar-, como era el caso de mis abuelos y de mis padres, sino desde una suerte de limbo o de mundo paralelo. La casa no ayudaba. Sus confusas voces hacían que todo resultara aún más complejo. Aparte de las tres lenguas (italiano, croata y español), mi nana, María Cruz García se llamaba ella, no dudaba en hacerme confidencias en quechua, su lengua natal. Un pandemónium. Y en tal caos había que estar alerta. No me interesaba sólo por conocer las cosas que me rodeaban, sino por saber y degustar cada uno de sus nombres, precisos y particulares, sus colores y aromas. Ocurría que, por ejemplo, flor, en mi casa, se decía también fiore o cvijet (dependía del estado de ánimo y de quién lo dijera) pero sólo en nuestros parques podían encontrarse, olerse y tocarse esterlicias, acacias y malvas. Como lo hizo el viejo Parra - Comuníquese, anótese y publíquese/ Que los zapatos han cambiado de nombre:/Desde ahora se llaman ataúdes- para mí las flores comenzaron a llamarse sólo y simplemente esterlicias. El sonido de algunas palabras me cautivaba. Los pájaros pasaron a ser alipálidos, las nubes, núboles. Los sonidos se fueron transformando en generadores de sentidos con qué enfrentar y qué decir –para decir- a la realidad.
Mi nonno (sí, el presunto descendiente fugitivo dil signor di Rocabruna, de Salgari) representaba a la sabiduría. En su estudio (debo decir que él además también fue poeta, publicó un par de libros, uno de ellos prologado por su maestro, Benedetto Croce, La Cetra se llamaba) Uno ahí podía encontrar textos incunables en sánscrito, chino y sólo dios sabe en qué idiomas. El nonno hablaba once, lenguas muertas incluidas. En aquel recinto- casi un templo- sobre un atril de caoba, de esos que encontramos en el altar de algunas iglesias, descansaba un libro voluminoso. Parecía que este custodiara celosamente el lugar. Su lomo era de color granate oscuro y mostraba el título grabado con relucientes letras en pan de oro. La edición era de 1932. Incluso desde antes de saber leer me aproximaba a él con sumo cuidado –en la infancia 1932 es igual a siglo XVII. Lo que me subyugaba, aparte de su ubicación privilegiada, eran sus dibujos. Mostraban escenas terribles pero que eran, al mismo tiempo, tan perfectas que uno no podía hacer más que admirarlas intuyendo que, en cada una de ellas, estaba la mano de lo sagrado. ¡Qué duda¡ en aquél libro- cavilaba en ese entonces- estaban las Sagradas Escrituras. Tal vez dos años después de esta revelación, en el colegio – estudié en un colegio jesuita- se nos mencionó la palabra “biblia”, como el libro donde pretendidamente se nos revelaba mi hallazgo. Ahí comenzaron los problemas. Yo creía que ese libro, en cuyo lomo se había inscrito otro título, era denominado popularmente así, la “biblia”. Cuando el Padre Espiritual preguntó quién de nosotros había leído ya, al menos una vez, algo de las Sagradas Escrituras y era capaz de recordar una parábola, o cuando menos un pasaje de alguna, púseme en pie y declamé orgulloso: Del camino a mitad de nuestra vida/ encontréme por una selva oscura,/ que de derecha senda era perdida. No tuve tiempo de referirme a la parábola- en ese entonces no sabía en realidad qué era una parábola- de Francesca Di Rimini, ni a la belleza de Beatrice Portinari. Y casi el suficiente para ocasionar una muerte por asfixia, pues el Padre Vicente, un afable octogenario, no podía ni respirar por causa de tantas carcajadas. Hoy puedo afirmar que La Divina Comedia para mí fue siempre un libro sagrado, aunque no aquél sindicado por el catolicismo.
Quizá por el ánimo de reivindicar su condición –me parecía inaudito que La Divina Comedia no se asumiera como el libro sagrado, quizá por el de escribir uno que pudiera ser, siglos después, así considerado, diariamente garabateaba viñetas y dibujos. Escribía pequeños textos, a veces alusivos a esas ilustraciones, en otros puros mamotretos carentes de sustento, donde el italiano y el español, fundidos como una sola amalgama, se rompían a través de una expresión quechua o croata. Reunía “mis lenguajes” como en un bestiario, muchas veces, la mayoría, sin ton ni son, y cuando quise detener esta práctica ya fue demasiado tarde: en las imprentas de Jaime Campodónico – allá en la calle Chavín- estaba recién horneado mi primer libro: Travesía en la calle del silencio. Era el año 1988. Cinco años antes, la caída de los precios de los metales inició una preocupante crisis económica, reflejada en las dificultades para el pago de la deuda externa y un fuerte aumento de la inflación y la devaluación del sol, casi simultáneamente arreciaron los primeros fuegos de la guerra interna, que cesarían “oficialmente” en 1992, pues aún continúan. 1992 fue el año de la captura de Abimael Guzmán. Entre las fuerzas sediciosas y las fuerzas oficiales al mando de otro reo, el dictador Alberto Fujimori, dejaron 70,000 víctimas, entre muertos y desaparecidos. Por ello, los poetas de mi generación escribimos entre cadáveres.
Mientras campesinos inocentes morían en los poblados rurales de Chuschi o Huanta, en la casa se hacían y deshacían planes de emergencia. La eterna posibilidad había sido migrar. Podía ser Italia, aunque sin los fastos de las viejas propiedades. Yugoslavia aún nos ofrecía la vieja casa familiar. Justo cuando mi padre terminó de animarse para emprender el retorno, volveríamos a la casa de los Medo en Dubrovnik, se inició el conflicto armado entre croatas y bosnios. No hubo así más Yugoslavia. E Italia se vino abajo pues mi nonna llegó a la conclusión de que aquella, la de sus recuerdos, nada tenía en común con la del imperio de la Fiat. No había más dónde partir y, en un plano más íntimo, adónde pertenecer. Si el Perú desangraba herido mortalmente por las huestes terroristas, Yugoslavia era una recién difunta. Había que encaminarse pero el Perú no es un país fácil, amigos, menos para un hijo de inmigrantes. Los hijos de inmigrantes crecemos a la par con la melancolía por lugares que, pese a quererlos, sabemos que no nos pertenecen y que nunca sabremos cómo fueron en realidad. Lo que experimentaba, esto era muy profundo, no era nuevo, otros ya lo habían vivido y nos dejaron su testimonio. Por ejemplo el poeta Emilio Adolfo Westphalen escribió: Por mi situación de descendiente reciente de familia de tres emigrantes (de mis cuatro abuelos sólo mi abuela paterna había nacido en el Perú) me sentía como en cuarentena permanente, reo de no estar integrado y no compartir las tradiciones, mejor dicho, los prejuicios e intereses de las clases dominantes.
Como él me descubrí un outsider dentro del concepto de una cultura, la peruana. ¿Cómo hacerme ahí de un espacio en dónde mantener “vivas” a las mías? Fue ahí que asomó, con la luz de la revelación –una muy semejante a la de algunos años atrás con el libro de il Dante- y también con todas las mezquindades de lo cotidiano, la poesía. Había publicado, es cierto, pero en base al error –el primer libro usualmente es eso. Pude vislumbrar que ahí, donde abundaba la letra chata de aprendiz, podía construir un espacio, uno que permitiera a mis culturas de ser “anfibio” encontrarse y dialogar, generar sentidos aberrando desde la dicción o el sonido.
Sin embargo, al asomar a la masa ígnea, plural y vasta, denominada poesía peruana, encontré en diversas antologías de bolsillo y fascículos coleccionables, todos llenos de erratas, fragmentos de poemas que versaban lo conocido desde un lenguaje más conocido aún, casi constelaciones de eslóganes. Yo buscaba otra cosa. Inclusive me sentí más cercano a las letras que, en esos años (quizá los más fecundos para el rock en español) se podían oír a través de la frecuencia modulada: “tu imaginación me programa en vivo,/llego volando y me arrojo sobre ti,/salto en la música, entro en tu cuerpo… “cometa halley, copula y ensueño. Por ello no es de extrañar que fuera a través del rock, y a su movida subterránea, que conociera a uno de los poetas peruanos que más respeto y quiero: Róger Santiváñez, en aquellos años, manager del grupo subterráneo Leuzemia y yo, algo menor que él, aspirante a letrista de la diva María Teta.
Decía que buscaba otra cosa pues en esos años el estilo conversacional, iniciado con los poetas denominados como “los Rupturistas del 68”, y asumido, luego, por los de “Hora Zero” –muy cercanos a los infrarrealistas- a través de una concepción escritural llamada "poesía integral", no cesaba de introducir en los poemas los materiales más inmediatos: los sonidos de la calle, los murmullos de la ciudad o los recuerdos del terruño, mientras proclamaban por medio de manifiestos la decadencia de la poesía anterior, la de los Rupturistas, ergo la misma, pero bajo otros escenarios.

No hay conjuros, Calibán.
Sólo fruición
(batuque y candombe),
donde el lenguaje
refalosa y se contrae.

Jamás se extingue.

Su mar novela tempestad,
y vírgenes que preñan.

La belleza reengendra,
terrible inmortalidad.

Conjuro es aquello que siempre
se está por pronunciar.

No un legado simbólico,
en deriva por las aguas
del inconsciente colectivo

Ella espantó
(- ¿Es esdrújula o aguda?)

La novela resultábale profusa.

(-¿Dijo usted?
- Sí, la realidad.)

Poesía afuera,
la piedra más dentro de la marea
que en el espigón.
Saliente entraña,
y, a la vez,
hondura de caracol.

El lenguaje, qué furor sobre el agua,
abluce el ser en el estar
hasta reemerger,
sismo de sonoridad:

Trópico y palabra
de nadie.

Creo yo, y esto explica un poco mi desánimo de aquel entonces, que uno busca en la poesía –en los poemas- algo que no sea totalmente la realidad –para eso están los diarios colgados como piernas de jamón en los cordeles de los kioskos amarillistas. Quienes encendieron las primeras señales para poder aterrizar, y por ende escribir, en esa aldea fueron Martín Adán, Javier Sologuren, Emilio Adolfo Westphalen y luego Carlos Germán Belli. El orden no es aleatorio. Tuve la dicha de conocer al primero y ser amigo personal de los otros nombrados. Gracias a ellos perdí, o mejor dicho, nunca me planteé la idea de una militancia generacional –una de las obsesiones de la crítica peruana. Incluso alguna vez me declaré abiertamente como “degenerado” (declaración que, a la postre, apareció en un periódico cuya página cultural era contigua a la policial, EL APÁTRIDA DEGENERADO, rezaba el titular y por la expresión del rostro que exhibía en la foto respectiva, cualquiera dudaba si mi presencia ahí era por mérito o por delito)
Pasa algo en la poesía peruana, al menos lo creo. Si descolló en la vanguardia (basten Vallejo y Adán) mantuvo esa brillantez hasta los años 50 (ahí están Eielson, Belli y Varela) Ninguno de estos poetas es fácil, por el contrario, tienen en sus poemas algo “indomesticado”, diría Montalbetti. Sin embargo la generación ulterior, hace un rato mencioné a la de Los Rupturistas, tuvo la imperiosa necesidad de diferenciarse de ellos, entonces esa libertad de la forma- tomada a los concretistas (Eielson, por ejemplo); al barroco (Adán o Belli) o a lo antipoético- fue sustituida por el conversacionalismo, uno muy próximo al del “británico modo”, más tarde peruanizado. Y más tarde aún llevado al extremo hasta constituirse en un callejón sin salida, un remake, un formato, uno que ya no es suficiente.
En el Perú se escribe magníficamente pero esto no basta. Escribir “bien”, entre comillas no asegura una buena poesía. Los autores que rompen el modo de lo conversacional, ése, son sumergidos en los ríos, que nunca irán a dar a la mar. Es decir, en lo insular. (Montalbetti, López Degregori, Chocano, Santiváñez son algunos. Sólo Hinostroza, quien es el autor con mayor influencia entre los novísimos, pudo alcanzar la otra margen) Mi poética estaría dentro de esa línea. En buen cristiano, estoy jodido. Mi apuesta va por la escritura de un libro único.
Si creyéramos, como señalan, en la existencia de dos tipos de escritura, yo no lo creo, una lineal y transparente – la conversacional- y la otra sinuosa –aquella no conversacional, o bien barroca, neobarroca, neoberraca o concreta, convendría también diferenciar dos clases de concepciones. Está aquella cuya apuesta va por el poema, por los poemas, y esa otra en donde todos éstos se disuelven para fundirse dentro de una misma obra. Estoy en esa línea, lo que me hace estar doblemente jodido porque escribir una obra, una sola, va contra los intereses de la estética posmoderna: residual, fragmentaria, desechable, perfomática y mediática. Tal posibilidad, usualmente se trata de un libro imposible como aquel borgiano “libro de arena”, amén de situarme en la orilla contraria a la de los intereses de las grandes editoriales, de las antologías –en donde, sí, cosa rara, aparezco- y de los premios literarios- que sí, curiosamente, he obtenido- escribir para mí implica volver a decir el mundo tal y como lo aprendí –que vuelen los alipálidos, otra vez, entre las núboles sobre mantos de cvijet- con ese lenguaje, torcido, inestable, desestructurado. Así comencé a oír sobre él. Al expresarlo de esta manera estoy reafirmándolo, y con él a la vida, a la identidad y a la memoria. Para mí la poesía es esa especie de erosión, a la vez esencial y fugaz, del pensamiento. Centuaro, la llama Pound. La facultad pensante, estructuradora y aclaradora de las palabras –decía- debe moverse y saltar con las facultades energizantes, sensitivas y musicales.


TACET

El silencio es solamente el abandono de la intención de oír
John Cage


para qué partituras el becuadro de bulla liga grito y grito pausa
64 semifusas mientras la zzzzz fricativa
de una mosca zumba en el prana
meditaciones cartujas mantras bengalíes
… y todo lo que se emprenda contra el ruido
cedámosle la voz desaprehensivos hasta que hoce convulso en el sentido
eso hizo el viejo cage 4’33’’ (tacet tacet tacet) en lo absoluto
pretendo poblar con blancos lo ya blanco con preclaras cofradías de sopranos ni anteceder al eco, primigenio
(ni sé bien cómo caí
de cara aquí)
salvo para situar el sonido de un motor – ford 93
como un grafema antepuesto a la palabra sor
el sonido de un motor de 250 HP ante ninguna garita de control y
contrapuesto a violín salvo, decía, para tildar
mística con el disparo de una colt y tronar los dedos
apurando toda vibración
tacet tacet tacet tacet tacet tacet tacet tacet tacet tacet tacet tacet tacet tacet

contra la muerte


La publicación de un libro es sólo orden. Limpieza. Ecología. La escritura está más allá. En la mía intento que hablen tanto la tradición como las culturas, a las que pertenezco: la italiana, la eslava, la limeña (limeña no es peruana) y las voces con las que balbucea Arequipa, al pie de sus volcanes. Intento también que hablen otros, todos importantes para mí: Viel Temperley, Belli, Gamoneda, Martínez, Zurita, Benavides, Kozer, García Valdés, Sarduy, etcétera, etcétera. Son las islas que visito para, en algunos casos, trocar símbolos y volver luego a la mía. Para mí eso escrito obra de modo tal que reconstruye una identidad, en este caso la mía, y a veces, también, la reinventa. Es la sombra de un hecho: la vida misma.

Entonces convengamos El poeta
(y al acecho) sobrevive (nunca
más) Fuera de nosotros Nuestro
su nudo –curvado límite del aquí
con el dentro del poema Y el deseo
(o el horror –salto al vacío)
de estar (o no) del otro lado
Acá se está A secas
Simplemente Si p.e. un hombre rueda
insomne por el catre Un hombre rueda
No importa Cuándo
Si aro anillo arandela
en la cuesta de qué duna
o sabana Río
Rueda
Si piensa (o no)
Simplemente rueda

Allá si rueda ala u ola al ras
Un homme roule for the cot
E insomne de nadie mudra
en su propias celosía
Acá a secas El lenguaje es el sujeto
de la lógica Del hecho
Nunca del deseo (que miramos) girar libre
(atrás del nudo) e incluso atroz
en su albedrío
Hasta rodar
Insomnes por el catre
Y nunca sin recordar
Cómo
Se rueda
Hoy, de la vieja casa tengo sólo una edición de “La Divina Comedia”. Pero ya no importa. Luego de muchos años, puedo decir que pertenezco. Cada día, cuando escucho a Ludy, o simplemente la contemplo, casi distraídamente sin que ella me descubra o, por qué no, discutimos, luego, hablando conmigo mismo, me repito en silencio: hoy tengo un hogar.