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27 feb 2013

Nos hemos comprometido en el esfuerzo de pensar un lugar propio para la práctica analítica, cuando parece que su destino está decidido por los poderes. En el futuro inmediato los analistas serán ubicados y reubicados en proyectos y programas de higiene social y psicoterapia. Eso que Lacan llamó, crudamente, en Radiofonía y Televisión respondiendo a la pregunta tres de J-A Miller, un “ensayo vano”, parece arrastrarnos sin remedio. 



Podemos suponer que nos movemos en una corriente contradictoria. De un lado, la hegemonía ideológica de las neurociencias y el cognitivismo proclaman la caducidad de la vía freudiana. Por otra parte, como opción salvadora, al psicoanálisis se le ofrece sumar sus recursos –teóricos y técnicos- a los proyectos terapéuticos, al disciplinamiento de los cuerpos y al control de las poblaciones. 

Nos propusimos buscar argumentos aliados en el paradigma de la comunicación. Se dice que ella es un hecho humano ineludible. Desde Palo Alto se ha insistido en que es imposible no comunicar. 

Más allá tenemos el derecho universal a la libre expresión, como rasgo ejemplar de la democracia. Es decir que apuntalamos al psicoanálisis con las referencias a la comunicación y a la democracia, separándolo relativamente del marco preventivo y salubrista en el cual parecería quedar confinado, cuando son sólo psiquiatras y psicólogos clínicos quienes pueden ejercerlo. 

Veamos más de cerca el ángulo del derecho. En su exposición sobre las contraindicaciones del psicoanálisis J-A Miller especulaba sobre un derecho del sujeto al sentido. Con ello nos ponemos junto al derecho al sentido religioso, aceptando lo que Lacan decía sobre la religión: que ella es la guarida original del sentido. La vertiente del psicoanálisis no es el sentido sino el significante como tal, en su condición de vector a lo real. Es una encrucijada donde el mismo Lacan afirmó que es el uno o la otra, pero que el psicoanálisis no puede vencer a la religión, sino a lo sumo sobrevivir. 

La llamada Teoría de la Comunicación Humana se ha articulado bien con los estudios sobre los dichos realizativos o performativos de Austin. Se desemboca en una propuesta política y cultural que busca deconstruir, en clave derridiana, los dichos sexistas, opresores y segregacionistas. La reiteración de nuevas prácticas discursivas sustentaría nuevos vínculos humanos más equitativos. 

El psicoanálisis constata por principio el carácter performativo de los significantes. El síntoma y su interpretación son modelos de ello. Pero la performatividad no se restringe a las condiciones asentadas por la legalidad y las costumbres, ni es exclusiva de autoridades. No es un fenómeno que transcurre en el ámbito de la conciencia y la voluntad. La performatividad es inconsciente, remota, pero sobre todo es equívoca. De donde el carácter ilusorio de una estrategia liberadora basada en enunciados supuestos unívocamente correctos. 

La figura del comunicador tal como hoy está perfilada en su vocación de masas, de información, de redes multidireccionales y de receptores activos no incluye la operación del psicoanalista. El analista es quien opera con los estragos que el malentendido de toda comunicación deja en un sujeto. Su lazo pragmático es de dos, analista y analizante. La ideología de la comunicación agrupa, el vínculo comunicativo en psicoanálisis desagrega, no del todo, pero justo a su límite. 


Retomando las cuestiones planteadas por J-A Miller en su curso del año 2004, en tanto se trata de asuntos en los que estamos sumergidos, enfaticemos que el control biopolítico -especialmente referido por Foucault, reformulado por Zizek y positivamente criticado por Jameson- se sostiene en la red informática. Allí donde circula la información, en sus canales comunicativos, quedan atrapadas sus huellas. Es literalmente una red y podemos decir que el fin mismo de la comunicación es el registro. 

La huella informática es el registro, un saber guardado al final de una comunicación que parte de los marcos tecnológicos de las computadoras. La secuencia es Registro – Comunicación – Registro'. O podemos definirla como Saber – Trabajo - Saber'. La economía Capital – Trabajo - Capital' tiene su versión digital. 

La clínica, aquella que nos alude, ha empezado en la psiquiatría, pariente desacreditada de la medicina cientificista. Ha tratado de compensarse con la descripción detallada y con la clasificación de cuadros. Su registro, ahora un listado, no cesa de hacerse, deshacerse y volverse a hacer. 

Freud tuvo la esperanza de que psiquiatría y psicoanálisis se complementaran como descripción y explicación. Lo cual no quería decir, sin embargo, que la formación en uno de esos campos condujera al otro. Allí naufragaba el proyecto de complementación. 

Pero también la Universidad es invencible y vemos renacer este proyecto en nuestras propias manos. Se restaura el clasicismo de las estructuras clínicas, refiriéndolo a los mecanismos freudianos básicos: represión, desmentido y forclusión. Y hoy, en la época del listado sindrómico, apuntalamos una selección de los llamados síntomas contemporáneos con las elaboraciones lacanianas sobre lo real, lo simbólico y lo imaginario, en clave borromea. 

Los grandes casos de Freud, por otra parte, parecen hacer una clínica distinta. Funcionan con la autoridad de los veredictos judiciales precedentes en las leyes angloamericanas. Dora, el Hombre de las Ratas, el Hombre de los Lobos, Juanito y Schreber son los paradigmas insuperables del diagnóstico y la explicación. 

Las formas de elaboración clínica anteriores se constituyen como saberes depositables y son transmisibles como matrices para un registro. 

La clínica es lo que se dice en un análisis (Lacan en Apertura de la Sección Clínica), y de lo que se habla allí es esencialmente de las cosas que no andan en la vida amorosa. Los imaginarios en juego, según Lacan en el Seminario Aún, van del amor cortés a la sensación de que recostados se dicen cosas importantes. Es el escenario de la transferencia. Es una práctica de la palabra, pero hay una constelación textual que la acompaña: diarios, cartas, libros, películas, una colección para cada uno irrepetible. 


No cabe duda que el sujeto narra, relata, hace historias. Una producción del tipo “escúchese y destrúyase”. Es la novela familiar edípica, con sagas generacionales y leyendas. 

Es muy significativo el esfuerzo de convertir el drama contado por un sujeto, y el drama mismo de la experiencia psicoanalítica, en un reporte científico. Como curiosa referencia histórica estaría el proyecto de la neuropsicología soviética, después de la muerte de Stalin para, aceptando la relevancia de las cuestiones planteadas por Freud, desechar el tratamiento literario que él les daba y traducirlo a mecanismos de información nerviosa. Es de la misma época el proyecto cognitivista norteamericano, y prácticamente con los mismos objetivos. 

Los analistas luchan por hacerse un lugar en el mundo de la ciencia útil. Para ello se ven llevados a presentar pruebas, descripciones y registros de lo actuado. Son los materiales con los que se hace el caso, el cual no puede ser sino una historia, una reconstrucción. La disparatada experiencia de un análisis es presentada como el ascenso dialéctico de una verdad que toma forma en la conclusión. 

Todo lo anterior se justifica, parcialmente, si recordamos la preocupación de Lacan (Nota Italiana) por tener una producción que le de al psicoanálisis un lugar en el mercado. Pero estamos seguros de que el psicoanálisis ha tenido otros modos de obtener espacio en la cultura. El Seminario de Lacan es paradigmático en ese sentido. Y los testimonios del pase, que no son “casos”, prosiguen una lista, que Miller aumenta con la transmisión del post-analítico. 


Estas son las vías por las que se restablece un poder de la palabra que no reposa en el enunciado sino en la enunciación. La palabra toma su fuerza realizativa en el decir mismo y no en un saber supuestamente verificable (léanse los criterios inaugurales de Foucault a propósito del orden del discurso). 



Salir del olvido 


Seguramente el psicoanálisis se inscribe, palabras de Lacan, en el debate de Las Luces. Precisamente por ello hace falta incansablemente un ejercicio subversivo, cada vez que el “comercio cultural” lo pule hasta volverlo un adorno intelectual, un signo identitario de la época, un informe clínico perfectamente legible y coherente. El “exoterismo” lacaniano, la ex-tensión, toma como base lo más cotidiano de la experiencia (Lacan), eso que llamamos –condescendientes con una tradición médica como anota Miller en su curso Cosas de Finura– la clínica. 



En nuestra transmisión la noción de historia tiene algo desorientador. Ciertamente consta el esfuerzo de un sujeto por refrendar su historia, hecha como un entramado fantasmático de representaciones imaginarias, cosas oídas y experiencias en su cuerpo de viviente. Es lo freudianamente denominado “parapeto”, y que sirve para recubrir lo real traumático. 


El desciframiento analítico deshace la historia, la reduce a unos pocos nudos insensatos. No se reconoce allí un yo, a un personaje que transcurre, más o menos íntegro a través de acontecimientos de vida. Lacan remarca que lo real viene en trozos, que los goces se multiplican en sus concreciones pulsionales acéfalas. Hace falta otra forma de “clínica”, una que muestre pulsátilmente, mediante ejercicios de la palabra, el anudamiento en acto. El witz es el medio y el mensaje de la transmisión analítica: breve y contundente. 

Por ello podemos preguntar si las presentaciones clínicas, donde hacemos de reconstructores de historias, son los caminos dictados por nuestra homeostasis, o por la consideración que tenemos por nuestros colegas. El curso Cosas de Finura además pone en primera fila lo que suponíamos desde siempre: con el caso de otro traemos algo inconcluso de nuestro propio caso. 


Habría que insistir en el tema freudiano de empezar cada caso desde un punto cero del saber. Miller pudo articular esto como “construcción cero”. El asunto sería el siguiente: el psicoanálisis se reinventa una y otra vez, y en cada experiencia volvemos a decir, a posteriori, qué es un análisis. Lacan reiteró este criterio en su conferencia de Ginebra, al hablar del pase, un testimonio que tiene incluso un tono iniciático. En este contexto, la doctrina y la experiencia clínica –los casos- no sólo están en suspenso, sino que pueden hacer de obstáculo para la transmisión de lo inédito. 

Freud presentó un modelo estratificado del inconsciente, con un núcleo llamado patógeno. Es la célebre figura de los archivos dispuestos por épocas, como capas en torno a dicho núcleo. Diferentes temas atraviesan los estratos históricos, en ejes conectados al núcleo traumático. Lo que podríamos llamar la investigación psicoanalítica avanza hacia el núcleo, pasando de una versión a otra, cortando la historia – o mejor, la novela familiar - en los puntos donde ella vacila, tropieza o falla de cualquier modo. Cada vez que ocurre un salto, de un estrato a otro, se decapita un personaje identificatorio. La comparación con el movimiento del caballo de ajedrez sirve a Freud para mostrar que la tarea es zigzagueante. Invoca unos enlaces lógicos, pero más estrictamente se trataría de la ley del equívoco en el lenguaje. 


Clásicamente la tarea analítica fue aproximada a la escultura, en oposición a la pintura. El trabajo es reductivo, no constructivo –una construcción sólo es buena si sustituye a otra más elaborada-. Freud quería salir de la serie de factores actuales para llegar a los factores disposicionales. Reemplazaba así todo el drama sintomático presente por una escena de contenido edípico, con variaciones según la gramática de la pulsión. Dicha pulsión aportaba un monto de empuje o exigencia, que el sujeto poseía constitucionalmente al momento de su encuentro con el Otro. 

El esculpido de estas escenas o fantasías primarias se ve detenido por un obstáculo que Freud llamó inconsciente primario, constituido por una represión originaria. Hay una economía pulsional, constitutiva e inanalizable. 

La relectura lacaniana nos aleja de un modelo esférico o concéntrico. Si el heliocentrismo copernicano es cuestionado en el Seminario Aún, es porque todo centro es una ilusión. Por tanto no podemos proponer el drama edípico como eje absoluto de la constelación neurótica. Él indudablemente funciona como una capa protectora, como una defensa contra lo real, intentando reducirlo al todo de lo fálico. 

Lo real viene en trozos, que sorprenden e irrumpen en la corriente del discurso. Si en psicoanálisis hablamos de corte, refiriéndonos a la interpretación, no olvidemos que el sujeto del inconsciente, en sí mismo es un corte, se presenta mediante interrupciones, fallas, detenciones en la cadena elemental de S1- S2. 

Al analista le toca ratificar, subrayar, dar voz a esa subversión del sujeto del inconsciente. Llegado el momento el analista convoca y sostiene al sujeto de la palabra en el lugar donde ésta desfallece. El efecto buscado es mostrar que toda historia no tiene otro sentido que proteger un goce, que se guarda y se resguarda 

El giro esencial, en la experiencia psicoanalítica, es salir del olvido, que lo dicho –la historia, el sentido, la novela- impone sobre el hecho de que se diga (Lacan, El Atolondradicho). Esto se concreta a través de los juegos de palabras, que son para Lacan, el medio y el fin del análisis freudiano, en tanto se dirige a obtener un saber hacer con la lengua. 

La operación analítica replica el trabajo del inconsciente, que ha hecho del parletre, del ser hablante, un poema. Estrictamente dicho poema es más un chiste, un equívoco, uno de esos trabalenguas que Freud destacó como un ejercicio gozoso en los niños. No se trata de belleza en estos nudos de lalengua (Véase L’ Insu). Y no olvidemos que, desde siempre, la exigencia superyoica es una letanía farfullante que vehicula la pulsión de muerte. 

Hay un dilema ético, que se presenta donde las historias familiares se agotan, donde los mitos y proyectos, congruentes con el fantasma, tambalean. En ese lugar el sujeto retorna a tocar un goce por el que sufre y vive. Es el trozo de vida tal cual le ha tocado en suerte y que debe –como único deber según Freud- soportar. ¿Qué hará allí, en esa encrucijada a la cual lo ha conducido un analista? ¿Volverá atrás para reconstruir un nuevo aparato de olvido? ¿Podrá permanecer allí, ingenioso, improvisador e inventivo, para canturrear algo diferente a una plegaria? ¿Qué hará luego, cuando sabe, por su propia boca, el modo como se tejen los hilos significantes, con retazos de representaciones y con las huellas aun calientes de su goce? 


Son las marcas de este esfuerzo, hecho y por hacer, las que un analista intenta, en acto, mostrar durante su transmisión en la Escuela.