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16 abr 2007

POESÍA CENTROAMERICANA: REBELIÓN Y RENOVACIÓN (I)

Por Mario Campaña

Que en poesía no hay países pequeños puede ser constatado en cualquier lugar y época. No fue en Madrid ni en Sevilla ni en Ciudad de México ni en Buenos Aires donde nació y creció el poeta que habría de transformar la dicción poética en lengua castellana: Rubén Darío vino al mundo en Metapa, un pueblo perdido de un país, Nicaragua, que entonces aún tenía un elevado porcentaje de analfabetismo. Unos años después, la segunda revolución de la poesía castellana moderna empezaría en los Andes; César Vallejo, nacido en Santiago de Chuco, escribió en la prisión de ese pueblo la mayoría de los poemas de Trilce, uno de los libros más importantes en la poesía del siglo XX, publicado en Lima en 1922: 1922, el mismo año en que Eliot publicaba The westle land en Londres y Joyce su Ulysses, en Dublín. Y como sabemos, no fue en París, la capital del siglo XIX, donde se escribió Una temporada en el infierno sino en la aldea de Roche, de apenas 300 habitantes; su autor, Arthur Rimbaud, no era capitalino ni estudió en el liceo jesuita Louis Le Grand como tantos de los grandes literatos de Francia, Voltaire o Baudelaire, por ejemplo, sino que nació y creció en el pueblo de Charleville, de apenas cinco mil habitantes, en la región agrícola de Champagne-las Ardennes, en cuyo liceo público no alcanzó a terminar el bachillerato.

No son cosas del pasado: el hombre que según los testimonios británicos lleva hoy la lengua inglesa a su máximo esplendor no es un ciudadano de Londres, Edimburgo, Dublín, Nueva York, Boston o Washington sino un mulato llamado Derek Walcott, nacido en la isla de Santa Lucía, en las Antillas, la misma región del gran Aimé Cesaire, el nonagenario poeta que durante 56 años fue alcalde de Fort-France, la capital de su pequeño país: el hombre que es considerado una de las cumbres de las letras en lengua francesa, a quien se empeña siempre en visitar, en su casa de la Martinica, todo aquel que aspire a algo en los Campos Elíseos.
Metapa, Santiago de Chuco, Lima, Londres, París, Dublín o Santa Lucía, no importa: la poesía no está en relación con el urbanismo, la geografía, el producto interno bruto o el ingreso per capita sino con la lengua, con su desarrollo y riqueza, con una comunidad de hablantes que despliega su ser, es decir, su palabra, en libertad.
Que “en poesía no hay preeminencias nacionales” (Américo Ferrari dixit), en Centroamérica es verdad patente. La tradición fundada por Rubén estimuló un debate, convertido a veces en “reyerta”, que habría de fructificar largamente en toda la región. No me refiero al modernismo, que tuvo en el Istmo el mismo impacto que en toda la geografía de la lengua castellana, sino a lo que vino después: en los años veinte los jóvenes aprendieron gracias a Darío que “un poeta nicaragüense podía ser plenamente un poeta en la lengua y por consiguiente en cualquier lengua, es decir, un acontecimiento universal”[1]. El diálogo que los poetas centroamericanos han tenido con Darío es tenso, paradójico y en todo caso fecundo, de una naturaleza enarbolada con parecido encono en toda Hispanoamérica. Como punto de partida Darío, “paisano inevitable”, como le llamó tempranamente Coronel Urtecho, dio la pauta para todo el quehacer futuro: para celebrarle o negarle, visitar su reino suntuoso sería desde entonces un rito ineludible.

El signo de la poesía centroamericana es la renovación. Como se sabe, las vanguardias poéticas tuvieron en América una dimensión continental, de México (en cuyo espacio convivieron Maples Arce y sus compañeros estridentistas con Villaurrutia, Owen, Novo y Gorostiza, el famoso grupo de la revista ‘Contemporáneos’, que habría de cambiar definitivamente el rumbo de la poesía moderna de México) a Argentina (donde los grupos de Boedo y Florida elegían cada uno vías asimismo opuestas en el tránsito hacia la poesía moderna). La renovación poética transcurrió por dos vías, identificadas por una misma necesidad de liberarse de las convenciones legadas por la tradición, es decir, de la antipoesía, que es como técnicamente cabe llamar a toda convención, en la medida en que somete y apaga el fuego, la vivacidad de la palabra poética; esas dos vías son bien: la de la tradición, más racional que emotiva, y la de la vanguardia propiamente dicha, de vocación experimental: en México y Cuba, pese al ruido de estridentistas, criollistas y negristas, los grupos de las revistas Contemporáneos, Avance, Verbum, Espuela de plata y Orígenes coronaron en los años treinta un proceso iniciado en la década anterior, en el que la misma tradición proveyó de materiales suficientemente ricos para la evolución hacia la modernidad; mientras en el cono sur, en países como Argentina y Chile, la vanguardia ultraísta, creacionista y surrealista sacudió violentamente el andamiaje retórico de la poesía con un discurso versátil, vertiginoso, de resonancias europeas. En Cuba el órgano de expresión era la revista Avance, que tuvo en el guatemalteco Luis Cardoza y Aragón uno de sus colaboradores y encauzó un proceso que culminaría, sin rupturas, con la aparición de Enemigo Rumor, de Lezama Lima, un hito para la poesía de todo el continente.

En Centroamérica el impulso vanguardista fue temprano y se reveló duradero e indeclinable durante varias décadas. El mismo año de 1922 en que Vallejo publicaba Trilce un joven nicaragüense emigrado a los trece años de edad a Estados Unidos publicaba en México uno de los libros llamados a servir de emblema de la poesía de su país, aunque no ejerciera, ni en su país ni en su región, influencia inmediata alguna, como sí lo hiciera en México; un libro que desde entonces no ha perdido su lozanía y cuya apariencia actual es la de un libro de mañana. El joven se llamaba Salomón de la Selva, había nacido en 1893, publicado un primer libro –Tropical Towns- , en inglés, en Estados Unidos, pocos años antes, y luchado como voluntario bajo la bandera británica en la última etapa de la primera guerra mundial. Su libro El soldado desconocido es diferente a cuanto pudiera concebir y escribir un “pequeño dios” (así llamaba entonces Vicente Huidobro, en nombre de toda la vanguardia del Sur, a todo poeta, un hacedor no sólo de versos sino de mundos).

Quizá los poemas de El soldado fueran escritos en el frente de batalla; en todo caso el libro se terminó en 1921, cuando el autor tenía 28 años de edad, y fue publicado el año siguiente, con portada e ilustraciones de Diego Rivera. Es un libro, como hemos dicho, sin precedente alguno en el ámbito de la lengua castellana: “Dicción coloquial, sencilla, directa, a veces prosaica e irónica”, dice el historiador y crítico José Miguel Oviedo. “Se trata –continúa- de un poema extenso, o de una especie de diario poético, dividido en cinco "jornadas". Los futuristas italianos exaltaron esa misma guerra como expresión de una belleza viril, primitiva y destructora. De la Selva no cae en esa exageración estética, ni tampoco le da una elevación épica: prefiere presentarla con una conmovedora naturalidad, casi como si hablase con nosotros mientras recuerda, sin gestos heroicos, sangrientas escenas vividas en las trincheras”[2]. De la Selva había asimilado las novedades del proceso poético norteamericano, que utilizó la madera del gran árbol whitmaniano para dar forma a los vocablos de la vida de todos los días.

En Occidente, en la primera década del siglo XX se redescubrió –siglos después de Villon- la poesía de una lengua próxima al habla, el brillo de un vocabulario y una entonación añejos, alejados de los cánones de la tradición poética. Su aprovechamiento por De la Selva no es casual: su biografía permite hablar de un programa estético marcado por preocupaciones políticas y sociales: en Estados Unidos fue sindicalista y próximo a los medio socialistas; cuando emigró a México se mantuvo constantemente vinculado a la política gubernamental, como asesor presidencial; y ya en su Nicaragua natal, a despecho de su nunca desmentido sandinismo, terminó ligado al gobierno y convertido en representante diplomático de Somoza ante el Vaticano. De su nacionalismo quedan huellas en su producción ensayística; uno de sus libros estuvo dedicado a César Augusto Sandino.

Pero así como en el sur del continente la exploración de Borges, Vicente Huidobro y Oliverio Girondo conducirían ya al ultraísmo, ya al creacionismo y el surrealismo, en Centroamérica las direcciones seguidas por la poesía de renovación serían múltiples. El año de 1926 el guatemalteco Luis Cardoza y Aragón, nacido en la ciudad de Antigua Guatemala en 1904 y afincado en Europa, publicó en París su libro de poemas en prosa y verso Maestrom. Filmes Telescopiados, de clara vocación lautréamoneana, o que tiene, como dice el narrador, “un pie en Lautréamont, el otro en Laforgue”. Antes, en 1823, había escrito en Berlín Luna Park. Poema instantánea del siglo 2X, prologado por Ramón Gómez de la Serna e imbuido del cosmopolitismo característico de la vanguardia europea. Pese a los alardes ultramodernos, en los dos libros se percibe un sutil balanceo en que pesa lo americano. En Luna Park, Cardoza se mostraba perfectamente consciente del dilema de su relación con Darío y de la poesía que estaba por venir en el mundo acelerado del siglo XX: “El alma de Rubén/ Un lirio entre las páginas de un libro/ Quedóse emparedada/ En los muros de los rascacielos”; mientras en Maestrom confesaba: “”Guardo el rescoldo/que me dora dulcemente como al pan el horno,/ de un fuego remoto/ancestral calor que fundió el oro del sol/en el vientre de mi América, bronce moreno y ácido como soy yo”.
escribió Salomón de la Selva en la posdata de El soldado desconocido, mientras Cardoza se preguntaba en Maestrom:
“¿Comprenderán bien mi pensamiento los españoles? Para ellos la dificultad es doble: ¡hablan tan mal el idioma hispanoamericano!
Lo decía antes de describir en pura lengua americana (“cielo verde, color de ostra, verde botella, verde billar, ciruela…verde, verde, verde, verde”) las noches claras del trópico, cuando la Vía Láctea “está crecida y se sale de madre”.
Cardoza y Aragón fue un militante de la izquierda latinoamericana, a la que se mantuvo fiel siempre, caso más bien excepcional entre los fundadores de la Vanguardia. Después de la revolución guatemalteca de 1944, volvió a su país y cumplió importantes funciones en el gobierno progresista de Jacobo Arbenz. Por diferencias políticas, volvió al exilio, donde escribió la mayor parte de su obra ensayística, en la que destaca su famoso “Guatemala, las líneas de su mano”. Cardoza, el exiliado, no pudo dialogar con sus compañeros de revolución (“Llegué tarde para charlar con los hermanos./ Sordos estaban y hablaban ya otra lengua…Nacieron tumbas/y el becerro cebado tuvo nietos.”); Cardoza, el artista, no pudo reconocer su patria ni volver a arraigar en ella (“Deja lo que no tienes ni tendrás./No hay casa, ni patria, ni mundo./Somos de otra parte. ¡Al carajo!...Yo quiero algo más que acciones y virtudes.//Y me marché por el portón trasero/Para volver jamás”[1]). Vivió cuarenta años en México, donde murió en 1992.

[1] Versos del poema A Rafael Landívar, en Poesías completas y algunas prosas, FCE.
[1] Versos del poema A Rafael Landívar, en Poesías completas y algunas prosas, FCE.
[1] José Coronel Urtecho, en Manlio Tirado, Conversaciones con JCU, pág. 55.
[2] En Guaraguao. Revista de Cultura Latinoamericana, Nº 24, Barcelona, 2007.
(en la foto: Luis Cardoza y Aragón)