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24 feb 2010



ECUADOR EN CASA DE LAS AMÉRICAS Nº 257

La entrega Nº 257 de la publicación cubana honra la tradicional presencia ecuatoriana en los diversos ámbitos de la Casa, desde la primera edición del Premio Literario, en 1960, cuando el ensayista Benjamín Carrión integró el jurado y el premio de Poesía recayó en el entrañable Jorge Enrique Adoum (1926-2009).

La sección HECHOS/IDEAS incluye los artículos “Breves apuntes sobre literatura ecuatoriana”, de Raúl Pérez Torres; “Quito, literatura y bicentenario”, de Francisco Proaño Arandi —ganador del más reciente Premio Honorífico de Narrativa José María Arguedas por su libro Tratado del amor clandestino—, y “El buen vivir, una utopía por (re)construir”, de Alberto Acosta.

Letras reúne una abundante colección de textos de autores ecuatorianos y se inicia con uno de los últimos poemas de Jorge Enrique Adoum. Incluye también “Instrucción militar”, capítulo de una novela inédita de Iván Egüez de próxima aparición; poemas de Humberto Vinueza comprendidos en la antología Obra cierta, en proceso de edición; “Reconciliación de mar y sol”, de Raúl Vallejo; “Suceso” y “Aporte”, de Julio Pazos Romero, y “La visita del autor”, de Eliécer Cárdenas Espinoza.

Asimismo, pone a consideración de sus lectores “Escrituras por venir”, de Fernando Balseca; “El retrato”, de Antonio Preciado; poemas de Cristian Avecillas Sigüenza tomados de Pléyade de dientes (deglución del tiempo); “La abuela de los sueños”, de Leonor Bravo Velásquez; “De profundis”, de Santiago Vizcaíno; fragmentos de La tercera es la vencida/Notas póstumas del Yo mentiroso, de Miguel Donoso Pareja, del poemario Dos encendidos, de Aleyda Quevedo Rojas, y de Monsieur Monstruo, de Ernesto Carrión.

Se incluyen además “Del amor y la trágica separación entre Arthur Rimbaud y Paul Verlaine”, de Paúl Puma; poemas de Alex Tupiza Aldaz, Rocío Soria y Johanna López Santos; “Fotogramas”, de Marcelo Báez Meza; “El Parnaso”, de Jorge Dávila Vázquez; fragmentos de El oficio impracticable, de Luis Carlos Mussó, y de Iluminaciones para un libro de horas, de Bruno Sáenz, así como “Amalia en la noche del 12 de enero de 1912”, de Javier Ponce, y “El ojo escucha”, de Ulises Estrella.

El espacio FIGURACIONES recoge el texto “Las abandonadas”, de Juan Pablo Castro Rodas, mientras Notas publica “Independientes, ¿quiénes?”, una reflexión de Bolívar Echeverría acerca del bicentenario de la emancipación ecuatoriana y continental; “Cultura e interculturalidad en el Ecuador”, de Luis Zúñiga, y “Agustín Cueva y los ardientes años”, de Abdón Ubidia.

El número 257 continúa su homenaje a Jorge Enrique Adoum con la publicación de una entrevista realizada por Edwin Madrid al poeta ecuatoriano y aparecida originalmente en Poetas entrevistan a poetas iberoamericanos (México, 2005).

Como es habitual, la sección Páginas salvadas recupera para nuestra memoria la ponencia “Falacias y coartadas del V Centenario”, presentada por Agustín Cueva en el XVIII Congreso de la Asociación Latinoamericana de Sociología, celebrado en La Habana entre el 28 y el 31 de mayo de 1991.

Sigue a los textos que integran la presencia ecuatoriana una entrevista realizada por Pedro Simón a Juan Bosch a principios del año 1981, cuando el que fuera presidente de República Dominicana participó como jurado de cuento del Premio Casa de las Américas.

La sección de Libros incluye reseñas de El desafío y la carga del tiempo histórico. El socialismo en el siglo XXI, de István Mészáros (Caracas/Valencia, Clacso/Vadell Hermanos Editores, 2008); La pluma y el bisturí. Actas del Primer Encuentro Nacional de Microficción, editado por Luisa Valenzuela, Raúl Brasca y Sandra Bianchi (Buenos Aires, Catálogos, 2008); Territorios de la ficción. Lo fantástico, de Rosalba Campra (Sevilla, Renacimiento, 2008), y Tony Guiteras: Un hombre guapo, de Paco Ignacio Taibo II (La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 2009).

La más reciente entrega de la revista cierra con las habituales secciones Al pie de la letra, que recoge hechos de actualidad del ámbito cultural y político en nuestro continente, y Recientes y próximas de la Casa, que compendia las actividades realizadas en la institución durante el último trimestre del pasado año.

3 feb 2010



EL MUNDO POÉTICO DE JOSÉ KOZER

por Luis Carlos Mussó

Miembro por convicción de una interminable diáspora y con el ojo siempre avizor para su escritura, José Kozer ha visitado recientemente Ecuador, para el II Festival de la Lira. Reflexiona lúcidamente sobre su oficio, quizá uno de los más evanescentes y perdurables al mismo tiempo. Conversa esta vez con Casa de las Iguanas.

¿Cómo se da el descubrimiento del oficio, cuando descubres que eres poeta?
Un muchacho de catorce años se ve obligado a dormir siesta en una habitación en penumbras de La Habana: no tiene sueño, se siente inquieto, la oscuridad lo amedrenta, se pone a imaginar. Calculo que en algún momento decide anotar lo que imagina, nace la noción del traslado de lo que ocurre en el interior de la cabeza a lo que puede cristalizar en el papel. El muchacho, al comienzo, escribe sólo prosa, una prosa rítmica y fluida, sabe que existe un género llamado novela, decide ponerlo en práctica. El fracaso es rotundo, la novela se interrumpe (se titulaba Historia de la prehistoria) la frustración lo desanima. Irrumpe, de repente, otro modo de escritura, más rápido y más acorde con su temperamento, sus propensiones más íntimas: la poesía. Empieza a practicarla, entiende que se le da de un modo particular, casi instantáneo, y tranquilizado, se lanza, se abalanza a la práctica, cada vez más inquietante, compleja, de ese género de escritura.

¿Se escribe sobre lo que se sabe o sobre aquello en lo que se desea incursionar?
Yo escribo a ciegas, desde un oficio que me acompaña hace ya, quizás, demasiadas décadas. No sé lo que sé, al menos no lo sé con precisión: escribo sin pensar, sin plan ni estrategia de ninguna índole. No conceptualizo la poesía como cuerpo epistemológico sino como fruición momentánea. No la veo como una incursión ni como un recurso, la veo como un suceso, casi cotidiano, que me acompaña, del modo más natural concebible, apenas dándome cuenta de lo que hago. Irrumpe. Ocurre. Sucede. ¿Me sucede? Por supuesto. ¿Es un suceso? En el sentido más nimio, lo es. Es decir, no es más trascendente ni importante que baldear el suelo de baldosas de la casa o amasar pan. No me brinda conocimiento, en todo caso me brinda solaz. Y un módico fuerte de salud. No participa de ningún tipo de deseo, ni el de incursionar ni el de sobresalir. Es algo que surge, está ahí, se olvida.

Te has dedicado a la cátedra, y has asistido al nacimiento de por lo menos una hornada de poetas más jóvenes en Latinoamérica. ¿Cómo afinas el olfato a la hora de enfrentar la lectura de nuevas propuestas líricas? Considero que éste es un momento álgido para la poesía en lengua castellana, muy en particular en América Latina. Atravesamos un momento de madurez. Los jóvenes escriben una poesía mucho más madura que la que escribíamos los jóvenes de mi época. Tienen más oficio, más capacidad de riesgo, son más saludables: leen mucho, saben teoría, son cultos, conocen la competencia, a los poetas extranjeros, la tradición. Dicho esto, elogio en el que creo, debo agregar que mucho de ello nos lo deben a nosotros, los más viejos, aquéllos que venimos practicando la poesía desde hace décadas. Si la poesía mexicana es más madura, en parte hay que agradecérselo a Gerardo Deniz. Si la poesía uruguaya lo es, hay que darles las gracias a Echavarren, Espina, Víctor Sosa, Silvia Guerra, inter alia. Las nuevas generaciones a mí me ayudan a seguir creciendo y madurando, pienso que le debo mucho a muchas traduciones pero a la vez pienso que le debo mucho a muchas tradiciones que están por venir. Tradiciones que se están gestando ahora mismo, entre los afanes, ajetreos y amasijos en que trabajan los más jóvenes. En un pésimo momento económico, espiritual, social, en un momento de peligro máximo en que de nuevo el horror fascista puede ocupar el centro de la historia y ponerse a hacer de las suyas, los jóvenes poetas de América Latina son una resistencia, una relativa garantía de que lo peor no va a suceder.

Una consulta que tiene –y no- que ver con la poesía: ¿cuál es tu espacio para pasar mientras llueve?
Soy el ser más dichoso del Orbe cuando llueve. Lo soy desde adolescente. No me gusta salir de casa. Salgo cuando viajo y viajo en general por invitación. De modo que estoy muy acostumbrado a estar en casa, recluido (yo soy un recluso chino) y cuando llueve, me siento cómodo detrás de una ventana, autour de ma chambre, contemplando la lluvia, acompañado por la lluvia. Me gustan la llovizna, el aguacero, el fin del mundo causado por la inundación que persiste durante cuarenta días y cuarenta noches, hasta el alba, que es la Muerte. En días de lluvia me arrebujo, me arrellano en un butacón, pongo los pies en alto sobre la cama, y leo, leo incesantemente, hasta caer rendido de sueño.

¿Qué significó escribir desde un espacio donde domina una lengua otra?
Atroz y enriquecedor, nada fácil. Uno se ve obligado a resistir esa lengua otra todo el tiempo. A defender la propia, pero defendiéndola sin exclusivismos ni falsos sentimientos de superioridad nacionalista ni de ninguna índole. Defenderla resistiendo para poder utilizarla en cuanto instrumento de trabajo, buril, puntero escrutador. Yo vivo rodeado de inglés, pero escribo en español, idioma que apenas escucho en la vida diaria, y que en ciertas etapas, por falta de libros en español, me veo precisado a leer sólo en ese idioma otro, el inglés. Eso va minando el manejo natural de la lengua en que se escribe, pero curiosamente, al mismo tiempo, hace que el idioma propio, materno, enrevesado y natural, adquiera tintes muy singulares, personales, desde una extraña intimidad amenazada en que siempre a la defensiva se enriquece. Un idioma, a resultas, más afilado, translúcido. Mis peculiaridades, mis tics lingüísticos tienen que ver con estos 50 años de separación con relación a mi idioma materno, con mi condición de judío, un judío que recibió desde niño el idioma español de un modo muy particular, a través de unos padres y una casa donde hablarlo era distorsionarlo, mezclarlo, producirlo desde estamentos entreverados de ruso, polaco, yidish, checo y quién sabe qué.

¿Cuánto peso ha tenido en tu escritura la estrella de David?
Creo que la respuesta anterior responde a esta pregunta. Puedo agregar que en un momento dado escribí mucha poesía concentradamente bíblica, judía (Carece de causa, libro dos veces publicado en Argentina, ejemplifica al máximo ese momento). A partir de entonces, la concentración bíblica, judía, se desconcentró, y el elemento judío, davideño y dadivoso, munificiente, pasó a entreverarse en los poemas, muchos de los poemas que iba haciendo: en sus tonos, referencias, lagrimeos, búsquedas espirituales, irritaciones, desproporciones. A la larga lo que ha proliferado en mí al hacer poesía es la amalgama, el arroz con mango: con lo judío se mezcló lo zen, el espíritu oriental; con el castellano se entremezcló lo yidish, lo inglés, lo imaginado en cuanto caligrafía e ideograma orientales.

¿Por qué escribir poemas todavía, en tiempos de efecto invernadero, de mayor indiferencia de unas clases a las que pretenden invisibilizar?
No se escribe, o al menos yo no escribo, para o por. Escribo. Me da igual que las gentes sean indiferentes a mi escritura. Opto por aquello que decía el poeta chileno Rosenmann-Taub, citando a Paul Valéry: “Prefiero, en lugar de muchos lectores, un lector que me lea muchas veces”. Creo tener dos o tres lectores que me releen. Ya es algo. La poesía no es un arma cargada de futuro, porque la poesía no es un arma, y muchos menos un arma cargada. La poesía, sin embargo, tiene futuro, y mientras haya futuro, y lo habrá, habrá gran poesía. Siempre hay un rincón, un recodo o revuelta de camino donde alguien, probablemente un joven diferenciado y solitario, o un viejo como yo, solitario y medio inmiscuido con todo lo que se precipita ante sus ojos, esté leyendo un libro de poemas. El efecto invernadero, el fin del mundo, el Apocalipsis, el deterioro de la fibra social, de la educación y la inteligencia hechas para las sutilezas, no afecta a la poesía, sólo afecta a los poemas, quizás a los poetas, pero no a la poesía, que persiste, resiste y permanece, más allá de coyunturas y de momentos históricos. ¿Me chupo el dedo, soy en exceso optimista, es ésta una visión que no hay alma que se la crea? No lo creo.

¿Vale la pena definir ese objeto que todos coinciden en llamar poema?
¿Definir? Por favor. Nada que definir. Tiene sus características, se puede describir ese “objeto” según el ojo que lo contempla y procura inteligirlo. Pero una definición única, veraz, no creo sea posible. Ni necesaria. Me gusta aquello de Oscar Wilde: “Definir es limitar.” Y la poesía, un buen poema, tiende a lo ilimitado, o al menos a lo indefinble, se nos escurre entre los dedos.

¿Qué es lo que debe provocar la literatura? ¿Cuánto ha cambiado la respuesta a esta pregunta con el devenir de los tiempos?
Una escritura viva, para todos los tiempos, debe hacernos saltar en el asiento en que nos encontramos mientras leemos, o acelerar el paso si leemos caminando. Es acicate, tábano molesto, detonante: si un libro no me altera, incluso, si no me cambia la vida, el modo de percibir, ese libro para mí no tiene más función que la de entretener (aquello que Pascal tanto detestaba). Ya Unamuno, ya Kierkegäard, hablaron muy bien de esto, y con pasión. La pasión que implica que toda la literatura tiene la función, casi se diría que el deber, de cambiar el orden no sólo de la vida y de la sociedad, sino que en un sentido mítico y místico, el propio orden del Universo. Bah, exagero.
A esta pregunta, intuyo que la respuesta en el devenir de los tiempos ha cambiado poco, quizás las variaciones existan pero no son fundamentales. En lo esencial lo antes dicho es, a mi juicio, la base de toda la literatura en función de materia provocadora.

¿Es posible avizorar qué límites aún le falta trasgredir al poema del futuro?
Uf, chi lo sà. Quizás, el poema futuro, más allá de resistir y contradecir al poema actual, tal y como siempre ha ocurrido con el sucederse de las generaciones, se vea obligado, dado que ya mucho está hecho, desde Homero hasta quienes hoy hacemos poesía, a romper más extremosamente con reglas, tonos, modos de decir, estructuras, llevando el poema hasta zonas cercanas al abismo, un poco como lo que le sucedió a Paul Celan. ¿Asunto de lenguaje? En parte. Debe ser asunto del lenguaje, pero asimismo de la forma, el contenido, la emoción poética, y cuánto más. De todas maneras, no hay muchos poetas que trastornen, quizás muy pocos. A mí no se me olvida, y aún me hace reír, que una vez alguien me llamó para pedirme mi participación en una antología que esta persona elucubraba, y para convencerme de que participara me dijo: “Y fíjese, ya tengo 175 poetas reunidos para este proyecto antológico”. Y yo: “Pero si no hay 175 poetas en toda la historia de la humanidad”.

¿Qué proporciona la cátedra universitaria?
Un sueldo. Tiempo libre. Un contacto vivo, radical, con los jóvenes del momento. La satisfacción de transmitir, de hacer entender la importancia de la cultura. En mi caso particular, por el tipo de Universidad donde enseñé durante 32 años en Nueva York, la enorme satisfaccón de haber sacado de un marasmo vital e intelectual a centenares de estudiantes que de no haber asistido a la Universidad hubieran acabado viviendo vidas empobrecidas, tal vez estériles, y en algunos casos, de patitas en la cárcel. Yo trabajé con jóvenes latinoamericanos de familias emigradas y pobres que eran, los primeros de sus familias en acceder a un sistema universitario, y los encaucé, los animé a vivir la experiencia intelectual, a leer poesía, a aprender a escuchar, a relacionarse con el meollo y el eco, los ecos, de diversas tradiciones. Tengo una estudiante que es hoy amiga nuestra, que llegó de su país (El Salvador) en pañales intelectuales, con una ortografía atroz, una incultura total, y la fui encauzando: hoy, y así me lo ha dicho reiteradas veces, no concibe la vida sin leer. Una tarde me llama por teléfono y me dice: “Profe, qué maravilla el libro de Robert Burton, La anatomía de la melancolía, que me recomendó”. Yo: “¿Te lo empujaste todo?” Ella: “Claro que sí”. Yo: “Caray. Yo no pude pasar de la página doscientos”. Esta anécdota que refiero implica una honda satisfacción. Y el compromiso, por mi parte, de volver a meterle el diente al libro de Burton.

La cotidianidad cruza de lado a lado tu obra lírica. ¿Qué depara la morada del humano, según tu poesía?
¿Dios? No sé. ¿Vida ultraterrena? Ni idea. Lo único que conozco, malamente, y a lo único que me puedo atener, sin aferrarme, es a lo cotidiano. Yo no como abstracciones, dice por ahí un poema mío. Yo como pan. Hoy día el pan que amasa todos los días mi mujer Guadalupe, un pan casero y feliz que contiene harina de centeno, harina de trigo normal e integral, y que cruje, facilita la digestión, alegra el espíritu y la casa. Un pan devoto. Eso, ese pan, se retroalimenta de mi propia poesía, a la que alimenta. Lo nutritivo es lo cercano. Lo vivo es lo palpable. Tengo fe en los sentidos, efímeros por supuesto, irreales por supuesto, pero qué otra cosa nos puede sostener. No lo sé. Una morada interior a lo Santa Teresa me parece loable y generosa. Pero no estamos en el siglo de los místicos; la modernidad exige otras compensaciones. Y una de ellas, es la vida diaria, que bien llevada deriva en dicha interior, en creación, si se tiene el aliento, la necesidad de crear.

Dices que la poesía es túmulo vacío, catafalco deshabitado, juego pueril para devenir cortejo fúnebre del lenguaje. ¿Es eso un tránsito de la palabra, o simultaneidad?
Tu pregunta contiene mi respuesta: la poesía es tránsito de la palabra que incide en el deseo de simultaneidad. La simultaneidad no existe (Joyce lo sabía) pero existe el intento de acercar la simultaneidad a la escritura. Y para ello la tinta ha de incidir, prolongarse, retraerse, arrebujarse, avanzar a trompicones, coincidir, deshacerse y al final de un rápido (en mi caso) proceso, dimitir. Dimitir en el sentido de que esa simultaneidad no se puede alcanzar: dimitir en el sentido de que terminado el poema, éste se borra, y nosotros, los que lo hemos escrito, nos vamos a caminar, silbando, o a pescar mojarras, para imaginarnos, en vida, poeta chino pescador: el pescador que recoge los frutos del mar o del río utilizando a los cormoranes.
También, y para terminar, leo tu pregunta y me asombra que las palabras que usas, las haya escrito José Kozer. No es posible que yo, yo, haya escrito esas quevedianas. Es horrendo haberlas escrito, es atroz. Son demasiad duras, pero como nacen del amor y no de la infamia, estoy exento.

JOSÉ KOZER. La Habana, Cuba, 28 de marzo de 1940. Vive en USA desde 1960. Enseñó español y literatura en lengua castellana en Queens College, CUNY, de 1965 a 1997. Reside en Hallandale, Florida. Su obra ha sido traducida parcialmente a diversos idiomas, se ha publicado en numerosas revistas y periódicos, a la vez que ha sido estudiada en varias tesinas y tesis doctorales. Entre sus últimos libros se encuentran Bajo este cien (dos ediciones, en México y Barcelona), Carece de causa (dos ediciones, ambas en Buenos Aires), Ánima (México), No buscan reflejarse (La Habana), Farándula (México), y dos libros en prosa, Mezcla para dos tiempos y Una huella destartalada (ambos publicados en México por la Editorial Aldus). Visor editores de Madrid publicó recientemente una amplia antología de su obra titulada Y del esparto la invariabilidad, y Monte Ávila Editores de Caracas publicó otra antología suya titulada Trasvasando. Es autor de 52 libros de poesía.

Próximamente: poemas inéditos para Casa de las Iguanas