La rumba en Guayaquil
Por: Ángel Emilio Hidalgo
Guayaquil es una ciudad que existe hace casi 500 años, pero también es una ciudad imaginada que se inventa permanentemente. Guayaquil es un puerto inventado y recreado por imagineros, cronistas y escritores; pero también por cada uno de nosotros, en nuestro recorrido diario, cuando atravesamos calles, plazas, lugares que nos remiten a una historia personal (la ciudad del recuerdo) y a una historia compartida (Guayaquil como comunidad imaginada).
En Guayaquil conviven muchas ciudades que determinan rasgos característicos de los incontables “guayaquiles”: la ciudad de la lujuria, la ciudad del comercio, la ciudad de la rumba, la ciudad del fútbol, la ciudad del cangrejo y el encebollado.
Esas ciudades se recorren, ocupan y viven con nuestra presencia física, con el hábito que tenemos de dirigirnos a un lugar conocido, y saber que vamos a experimentar situaciones familiares, porque forma parte de nuestra cotidianidad: tomar un bus y dirigirnos a la Bahía, caminar por las calles regeneradas del centro, sumergirnos en la espontaneidad del mercado informal, negociar, regatear y salir al malecón para coger nuevamente el bus que nos llevará de regreso.
En una ciudad como Guayaquil, culturalmente híbrida, mestiza pero con un fuerte componente afro, es imposible desligar, desunir y separar los engranajes invisibles de un modo de ser tropical que nos identifica, nos caracteriza y de algún modo, nos constituye, como sujetos tropicales.
Somos tropicales sobre todo en la música: gozamos los ritmos, pero sobre todo, bailamos, bailamos y bailamos. Bailando polcas, mazurcas o aires criollos, los antiguos porteños siempre reservaron energías para mover el esqueleto. Las mujeres eran ilustres solistas de piano, violín, arpa y mandolina. Pero en la calle se vivía la rumba africana: “Quiero hablar de los bailes, según la moda del pueblo, con los cuales celebran las fiestas de día y de noche, en las calles, plazas, etc. Estos divertimientos se hacen también en ciertas casas particulares y les acompañan con correspondientes canciones y grito agudo y discordante, con tamborileo y batimento de manos: es difícil soportar tal bulla para quien no está acostumbrado a los usos africanos, de donde vienen esas turbulentas diversiones” (Victoriano Brandin, 1826).
Este viajero europeo del siglo XIX halló algo diferente en estas tierras: la sociabilidad de la calle, el portal y la plaza. Es decir, la tropicalidad de los cuerpos que se movían y siguen moviéndose al compás de los cueros. Sobre todo las mujeres, que “mueven sus caderas como los cañaverales”, como decía el sonero Piper Pimienta Díaz, refiriéndose a las caleñas.
Y es que la historia de la música sabrosa siempre se ha escrito desde la subalternidad. Lo corrobora el viajero del siglo XIX y también lo cuenta Alfredo Pareja Diezcanseco, 100 años después, en su novela Baldomera, cuando habla de esos oscuros callejones del arrabal guayaquileño donde se oía el rumor de la rumba. La estética, poética y erótica de los bailadores de las sonoridades criollas y africanas, era diferente a la burguesa de los grandes salones, al estilo francés: su modo de sentir el ritmo era (y es) a través de la síncopa: no importan las líneas melódicas ni el compás perfecto, sino, el golpe presuroso de los tambores que hacen que los cuerpos se acerquen y la respiración se entrecorte.
Desde finales de los años 20s., "el último puerto del Caribe" se encontró con la música popular cubana. El son, la rumba, la conga y la guaracha se escucharon, desde 1930, en las radios de la ciudad. En los años 40s., llegó la época del mambo y la guaracha, el primero, ritmo y baile atrevido y exótico inventado en 1938 por Orestes López,* con la creación del danzón "Mambo" y popularizado internacionalmente por la Orquesta de Dámaso Pérez Prado, y el segundo, género perteneciente al complejo de la rumba y emparentado en Cuba con la ópera bufa. Pero el primer ritmo cubano que arrasó en Guayaquil fue el bolero.
En los 50s., con el auge de las películas mexicanas, el mambo y el cha cha chá se difunden, especialmente en las radios “populares”, como Radio América y Radio Ortiz. Ya para esa época, en la calle guayaquileña retumbaban los sones, los boleros y las guarachas de la Sonora Matancera, Benny Moré y Rolando La Serie. Después, vendrá Cortijo y su Combo, la plena y la bomba puertorriqueña trasladada a las ciudades. También entraron con fuerza el porro, la cumbia, el viejo merengue de Xavier Cugat** y Ángel Viloria y su Conjunto Típico Cibaeño, el vallenato, conocido entonces como paseo o paseíto, el merecumbé y otros ritmos caribeños que prepararon la llegada de la salsa, a fines de los 60s., cuando el futbolista retirado Miguel “Cortijo” Bustamante empezó a transmitir desde Radio Mambo, en 1969, el primer programa del “sonido nuevo” que se escuchó en Ecuador.
Por: Ángel Emilio Hidalgo
Guayaquil es una ciudad que existe hace casi 500 años, pero también es una ciudad imaginada que se inventa permanentemente. Guayaquil es un puerto inventado y recreado por imagineros, cronistas y escritores; pero también por cada uno de nosotros, en nuestro recorrido diario, cuando atravesamos calles, plazas, lugares que nos remiten a una historia personal (la ciudad del recuerdo) y a una historia compartida (Guayaquil como comunidad imaginada).
En Guayaquil conviven muchas ciudades que determinan rasgos característicos de los incontables “guayaquiles”: la ciudad de la lujuria, la ciudad del comercio, la ciudad de la rumba, la ciudad del fútbol, la ciudad del cangrejo y el encebollado.
Esas ciudades se recorren, ocupan y viven con nuestra presencia física, con el hábito que tenemos de dirigirnos a un lugar conocido, y saber que vamos a experimentar situaciones familiares, porque forma parte de nuestra cotidianidad: tomar un bus y dirigirnos a la Bahía, caminar por las calles regeneradas del centro, sumergirnos en la espontaneidad del mercado informal, negociar, regatear y salir al malecón para coger nuevamente el bus que nos llevará de regreso.
En una ciudad como Guayaquil, culturalmente híbrida, mestiza pero con un fuerte componente afro, es imposible desligar, desunir y separar los engranajes invisibles de un modo de ser tropical que nos identifica, nos caracteriza y de algún modo, nos constituye, como sujetos tropicales.
Somos tropicales sobre todo en la música: gozamos los ritmos, pero sobre todo, bailamos, bailamos y bailamos. Bailando polcas, mazurcas o aires criollos, los antiguos porteños siempre reservaron energías para mover el esqueleto. Las mujeres eran ilustres solistas de piano, violín, arpa y mandolina. Pero en la calle se vivía la rumba africana: “Quiero hablar de los bailes, según la moda del pueblo, con los cuales celebran las fiestas de día y de noche, en las calles, plazas, etc. Estos divertimientos se hacen también en ciertas casas particulares y les acompañan con correspondientes canciones y grito agudo y discordante, con tamborileo y batimento de manos: es difícil soportar tal bulla para quien no está acostumbrado a los usos africanos, de donde vienen esas turbulentas diversiones” (Victoriano Brandin, 1826).
Este viajero europeo del siglo XIX halló algo diferente en estas tierras: la sociabilidad de la calle, el portal y la plaza. Es decir, la tropicalidad de los cuerpos que se movían y siguen moviéndose al compás de los cueros. Sobre todo las mujeres, que “mueven sus caderas como los cañaverales”, como decía el sonero Piper Pimienta Díaz, refiriéndose a las caleñas.
Y es que la historia de la música sabrosa siempre se ha escrito desde la subalternidad. Lo corrobora el viajero del siglo XIX y también lo cuenta Alfredo Pareja Diezcanseco, 100 años después, en su novela Baldomera, cuando habla de esos oscuros callejones del arrabal guayaquileño donde se oía el rumor de la rumba. La estética, poética y erótica de los bailadores de las sonoridades criollas y africanas, era diferente a la burguesa de los grandes salones, al estilo francés: su modo de sentir el ritmo era (y es) a través de la síncopa: no importan las líneas melódicas ni el compás perfecto, sino, el golpe presuroso de los tambores que hacen que los cuerpos se acerquen y la respiración se entrecorte.
Desde finales de los años 20s., "el último puerto del Caribe" se encontró con la música popular cubana. El son, la rumba, la conga y la guaracha se escucharon, desde 1930, en las radios de la ciudad. En los años 40s., llegó la época del mambo y la guaracha, el primero, ritmo y baile atrevido y exótico inventado en 1938 por Orestes López,* con la creación del danzón "Mambo" y popularizado internacionalmente por la Orquesta de Dámaso Pérez Prado, y el segundo, género perteneciente al complejo de la rumba y emparentado en Cuba con la ópera bufa. Pero el primer ritmo cubano que arrasó en Guayaquil fue el bolero.
En los 50s., con el auge de las películas mexicanas, el mambo y el cha cha chá se difunden, especialmente en las radios “populares”, como Radio América y Radio Ortiz. Ya para esa época, en la calle guayaquileña retumbaban los sones, los boleros y las guarachas de la Sonora Matancera, Benny Moré y Rolando La Serie. Después, vendrá Cortijo y su Combo, la plena y la bomba puertorriqueña trasladada a las ciudades. También entraron con fuerza el porro, la cumbia, el viejo merengue de Xavier Cugat** y Ángel Viloria y su Conjunto Típico Cibaeño, el vallenato, conocido entonces como paseo o paseíto, el merecumbé y otros ritmos caribeños que prepararon la llegada de la salsa, a fines de los 60s., cuando el futbolista retirado Miguel “Cortijo” Bustamante empezó a transmitir desde Radio Mambo, en 1969, el primer programa del “sonido nuevo” que se escuchó en Ecuador.
* Texto modificado el 2 de agosto de 2006, gracias a la observación del musicólogo Fredy Russo, sobre el creador del mambo, Orestes López. En la versión anterior, se habló de que los creadores del mambo fueron Orestes López e Israel López. Aunque los dos eran miembros de la Orquesta de Arcaño y sus Maravillas, en 1938, el verdadero creador del mambo fue Orestes López, cuando compuso el danzón "Mambo", añadiéndole una sección de montuno al tradicional ritmo de danzón.
** Xavier Cugat fue un importante músico catalán, conocido por sus estilizados discos de rumba cubana que grabó en los Estados Unidos. Pero Cugat también grabó merengues y contribuyó a la difusión de ese ritmo dominicano en América Latina. En 1959 y 1960, en todo Guayaquil se escuchó y se bailó su arrollador éxito "A bailar merengue", en la voz del bolerista y sonero Vitín Avilés. El tema aparece en su exitoso álbum Merengue con Cugat.