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21 nov 2006

AJUAR DE CAL: LA INDUMENTARIA DE LA MUERTE

Por Cristian Avecillas *

"porque dormir es pasar un fin de semana con la muerte"
Eduardo Villacís Meythaler

Comenzó el reptil del corazón a demostrar su disonancia, tuve que rendirle calma y esperanza al cuerpo para merecerme su toráxico dolor y asistí al consultorio de Eduardo Villacís Meythaler, cardiólogo (1933).

El diagnóstico, ostentoso en el oído pero nimio en consecuencias, fue benigno: arritmia -extra sístole supraventricular, puro estrés y puro espanto-, por lo que la recuperación fue paulatinamente cierta: solo medicina de reposo y dosis diarias de Cordarone y Fluoexitina bastaron para darle al nervio la salud de otro futuro. Sin embargo, el músculo que me condujo por tercera ocasión a la presencia de Eduardo Villacís, fue el corazón.

La primera de estas ocasiones, por razones laborales, me permitió constatar la sencilla generosidad de su talante, la elocuencia sanadora de su voz gentil:

EV: “Cuando cursaba el primer año de Medicina en la Universidad Central me contaron que había un señor, Alfonso Barrera, a quien también le gustaba hacer versos. Nos pusimos en contacto; luego, Alfonso, fue una tarde al anfiteatro para hablar conmigo y acordamos reunirnos en su casa cada viernes por la noche, en la calle Ponce, próxima al Palacio Legislativo. Fundamos así el Grupo Umbral -en ese tiempo era muy importante el trabajo en grupo; recuerdo que había otro en la Universidad Católica que se llamaba Presencia, donde estaban Francisco Tobar García, Filoteo Samaniego, Jaramillo, con quienes más bien rivalizábamos ideológicamente-. Trabajamos durísimo durante muchos años. En nuestras reuniones cuando alguno leía sus poemas los oyentes los “descueraban”. Después comenzamos a invitar a gente importante: Rumazo González, Jorge Adoum, César Dávila Andrade, para que escuchen nuestros versos y para que nos lean los suyos. Y aunque ellos, los grandes, no nos hacían una crítica dura, nosotros, miembros de Umbral, nos despellejábamos.”

La segunda, la lectura de su obra:

Latitud Unánime, 1953; libro publicado en Medellín en equilibrada colaboración con Alfonso Barrera Valverde; en cuyo prólogo, Benjamín Carrión dice: “En los poemas de Barrera Valverde y Villacís Meythaler, hay aire y tierra nuestros, que es lo que yo reclamo sin tregua.”

Dieta sin sol, 1981, libro contundentemente dolorido surcado de una voz poética de serena sabiduría, donde la muerte ofrece sus terrones para transformar las amarguras de la vida, donde la tierra iguala -“como un río desviste a los cadáveres”[1]- a los hombres que han gritado ¡Aquí nacimos!, donde la madre, es un ofrecimiento universal para todos, un poema que merece ser leído con ojos de social justicia: “Yo he de llevar tus huesos a podrirse en el campo / para que de ellos nazca / el pan para mañana”.[2]

Documental sobre un conspirador, 1994, entendida obra que descubre a un libertador, a un “vencedor de la muerte” en épico cantar: Eugenio Espejo -el quiteño e inequívoco precursor de las independencias sudamericanas- que solo encuentra antecedente en la obra realizada por otro médico, el Dr. Enrique Garcés. Se trata de un poema inmenso, no solo por extensión sino también por minuciosidad, que ofrece el retrato de un hombre que la patria ecuatoriana todavía necesita.

EV: Llevo 4 libros: Latitud Unánime, con Barrera, Dieta sin sol, Documental sobre un conspirador y Las puertas del mundo. Ahora voy a publicar uno que se llama Ajuar de cal. Esos pocos libros reúnen toda mi obra poética.

CA: ¡Lindo título!

EV: Me gusta. Lo he pensado siempre; y a los editores les pareció muy bueno.

CA: O sea, que lo había pensado hace años.

EV: Hace unos diez años. Todos sus poemas guardados desde hace unos diez años han sido revisados y revirados. Primero leo un poema y digo: “con este me toca el Premio Nóbel”, pero después lo veo escrito en imprenta y digo: “cómo pude escribir semejante barbaridad”.

Un sentido axial aúna a las tres ocasiones en que conocí a Eduardo Villacís: poesía. Como entrevistador, su decir cadente y reflexionado trasluce plena conciencia del valor expresivo de cada palabra. Como lector, se establece un convencimiento lúcido de participar en su poesía, puesto que “se advierte la decisión del poeta de ser, más que confidente, testigo y, en vez de exhibir sus desgarrones personales, dar testimonio sobre nosotros, los otros, para quienes «el pañal y la mortaja / son las únicas ropas tradicionales»”[3]. Como paciente, una literal consulta poética se instaura, se suceden indistintamente verso y receta, verso y mejoría, y Eduardo Villacís, levanta al muerto repitiendo el verso de Vallejo: “Perdóname señor que poco he muerto”, o festejando con delicado humor el diagnóstico positivo: “Usted está muy bien, puede morirse completamente sano.”

Testigo y partícipe he sido de la sobria erudición de sus conocimientos médicos, he celebrado alborozado la convicción del corazón restablecido con poesía, he compartido con asombro la versada memoria con que rememora voces tan distintas como las de Juan Ramón Jiménez o Whitman, García Montero o Shimose, Eliot o Carrera Andrade; Digo, en definitiva, que he estado ante un hombre serenamente sabio; pero el verso de Eduardo Villacís es humilde, con modestia triste de pausado crecimiento, pues la lírica de la que emergen sus imágenes poéticas es, como dijo el Profesor Edmundo Ribadeneira, “una limpia voz literaria, siempre arraigada al retrato más conflictivo de nuestra sociedad.”

Por eso octubre 2006 ha deparado a la historia de la poesía latinoamericana la evidencia indispensable del último libro de Eduardo Villacís Meythaler. Ajuar de cal, cuyo nombre, otorga una acepción estética al esqueleto, y por ende, quizás sea posible reemplazar el nombre de la muerte.

Ajuar de cal, es otro libro edificado sobre la convicción de las vocaciones de Eduardo Villacís, por un lado, la vocación de cantarle al vulnerable país de hombres impasibles “si fue nuestro el gran río / se nos fue como un hijo / que ya estaba crecido, / permanecemos solos, / como fue en el principio.”[4], a la ciudad “donde es incierto el tiempo, inmutable la piedra”; la vocación de festejar al hombre ya sea insomne al filo de la Cordillera, ya sea al santo; vocación del encuentro lírico con la mujer fecunda, con la mujer sola, con la mujer amante en su “butaca de la pelvis / donde se acomodaron la gracia y el génesis.”[5] Porque las vocaciones de Eduardo Villacís, la Cardiología y la poesía son el mismo extremo de la cuerda de la muerte; sobre esto, en conversación afable, Eduardo Villacís me dijo un día: “La Cardiología es matemática pues el corazón es una bomba hidráulica, como la poesía.”

Valiente libro, segura su hora. Ajuar de Cal es un sincero esqueleto de nombres para llenar un lírico ataúd; se empeña en darle metáfora a lo terrible, de darle nombre a los hombres: “Piojos de Dios” llama a algunos sacerdotes, “gente que escupió en la plaza” a algunos turistas, “empresario en voz alta / de cruceros celestes, / fanático, impoluto como un hongo sin sangre” llama a algún pastor de un ganado ingenuo, en clara acusación del celeste negocio de la catarsis del evangelio utilizado.

Toda la poesía de Eduardo Villacís Meythaler es desgarrador festejo humano, por eso muerte, por eso patria. “Toda la tierra es una piel partida, / es una costra al sol / que el mar se rasca, / la lluvia, en las ciudades, / va retirando puntos, / sale una procesión, / pero ya es tarde / para que pueda Dios / verte los ojos.”[6]

Estamos, ahora, ante la obra de un poeta sosegado, riguroso en la paciencia constructiva de sus versos necesarios como arterias. El tiempo ya pedía otro libro de creación de Eduardo Villacís Meythaler, que ha publicado en las últimas cinco décadas cinco libros, lo que atestigua la severidad de su trabajo. Acierto de Ediciones Archipiélago es entregarnos este Ajuar de cal, con el que una de las voces desatendidas de la lírica ecuatoriana cobrará el comentario y la vigencia que merece.

A continuación una sucinta muestra:

De Dieta sin sol

III

Ella tenía en los ojos
el verde solitario
del jardín de un hospicio.

Cuando le extrajeron
un tumor de la lengua,
me regaló su anillo
como una garganta hueca.

Después se entendió,
por señas, con la muerte.


VIII

(Infarto)

Grieta de los ladrillos
de la sangre,
yunque hundido en el pecho
donde se dobla el esternón
como una espada.

Crucifixión sin cruz,
solo en los brazos,
última bocanada
con limallas de vida,
poderoso sudor
para adobar el cuerpo
en el mantel estrecho
de una sábana.

La muerte separa las costillas,
como un atado de leña,
hasta encontrar la sangre
hecha resina.


Las puertas del mundo

I

La ciudad es así:
con edificios apolillados de luces,
sucia de postes,
como un embarcadero hacia la noche.

Yo soy el forastero.
Cuando venía, el avión se detuvo
una hora en la tristeza.

Yo soy el forastero:
no sé los nombres propios,
no conozco las calles,
detrás de cada puerta
están los otros,
yo estoy solo
detrás de toda mi alma.

Arriendo una pieza
con sus cuatro pasos
de la cama a los recuerdos,
un sitio para escribir
y una ventana donde,
acodado como en un bar,
cada tarde pido
las mismas lágrimas.

Yo no sabía:
cuarto del corredor,
ayer, ahora, nos dieron la cena
con café, con silencio,
y a mí una carta de mi madre,
era la ausencia.

Los sábados pongo en orden
la ropa, los recuerdos,
me tiendo a esperar la hora
en que desocupan el silencio
y vivo
hasta que sean las doce de la noche,
porque dormir
es pasar un fin de semana
con la muerte.

De Documental sobre un conspirador[7]

II

Hombre de soledad, la espera
le fue larga e inútil
y la hembra solo
anfitriona salobre,
angosto holgar y destemplanza
de la medianoche.

Solo la Medicina: matrona
que controla los amores sin nombre,
solo la noche, como mulata esbelta
que se pegó a tu cuerpo
con fiebre alta en los ojos.
Mancebo de la patria:
criolla de agua dulce,
ancha para los hombres,
la acechabas desde el arco
de un hospital antiguo
reteniendo tu aliento
de alcanfor y trasnoche.

Venían las postradas
de trajes negros y de aliento seco,
las beatas llenas de alucinaciones
de sangre y brotes en el cuerpo,
venía la muerte a la que llamaban
la Dueña, como a una regente clandestina
de un negocio de lechos
y tú estabas lejano, pensativo,
recordando que la libertad estaba de días,
que la patria ya venía a lo lejos
resonando a poblada, a retreta
y al amor cuerpo a cuerpo.

Al final, tu ataúd sería
como una mujer ajustada de raso
donde caíste extasiado
de una vez en la noche.


[1] Eduardo Villacís Meythaler, Dieta sin sol, Ataúd de piedra
[2] Eduardo Villacís Meythaler, Dieta sin sol, El fogón apagado

[3] Jorge Enrique Adoum, prólogo Ajuar de Cal
[4] Eduardo Villacís Meythaler, Feriado largo, Ajuar de cal, Quito, 2006
[5] Eduardo Villacís Meythaler, Ajuar de Cal, Pretérito perfecto
[6] Eduardo Villacís Meythaler, Despedida a un viejo médico, Dieta sin sol, Quito, 1981
[7] Sobre Documental sobre un conspirador, Eduardo Villacís ha dicho lo siguiente: “Para el poema de Espejo trabajé mucho, reuní muchos datos. Además conocí el ambiente en el que se desenvolvió porque mi padre era médico en el Hospital San Juan de Dios y yo, que fui con él desde que tenía siete años, me metía en las carretas, en las lavanderías, en cada de ese escenario primitivo en el que trabajó Eugenio Espejo.

* Del Proyecto Cultural Casa de las Iguanas
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