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17 nov 2006

LEYENDO LAS HUELLAS DE UN POETA

Por Ángel Emilio Hidalgo


Acercarse a un autor, a su poética, al modo libre de elegir sus ritmos, imágenes y modos, es complejo y al mismo tiempo, fascinante. Implica un esfuerzo por alejarnos de nuestro modo de entender la poesía, atisbar esos territorios (otros) que también son los nuestros, porque somos partícipes de una cena, de un banquete que nos une y fortifica, como lejanos y al mismo tiempo entrañables cofrades, al intentar desvelar, de alguna forma, los misterios del lenguaje.

Juan José Rodríguez (Ambato-Ecuador, 1979) es un escritor joven, autor de una obra lírica importante. Posee una rigurosa formación como lector de poesía y estudioso de la literatura. Su sólido conocimiento de las maneras y del oficio le aleja diametralmente de esos autores despistados que acumulan páginas de versos e intentan fabricarse una “imagen de poeta”. Juan José Rodríguez es un poeta de oficio probado, por su talento, su constancia y sus búsquedas. Lo es también porque entiende que la poesía trasciende la enunciación retórica y busca las esencias.

Juan José Rodríguez es un poeta de esencias. La voz lírica de Los rastros, su último poemario, sorprende por la madurez de quien busca una “metafísica del cuerpo”, atravesado por los recuerdos de la infancia, y sostenido por poderosos símbolos: el árbol, la roca y la ceniza, que nos revelan a un sujeto transido por la melancolía, que examina los rastros y las ruinas del pasado para encontrarse en ellos, en aquel residuo de lo que es y sigue siendo, a pesar de las columnas derribadas por el tiempo.

Las tres partes del libro –en realidad, Los rastros es la suma de sus dos primeros títulos y el añadido final de un tercero, inédito- nos muestra un sujeto visionario que nombra las cosas y transita sus íntimas memorias, desde el arrobamiento de las pérfidas cenizas, el cielo oscuro que antecede a los amaneceres claros, hasta la inevitable mutación de la certeza.

En Los rastros, las cosas existen pero nada es cierto. La duda es la brújula que guía la subjetividad del poeta: “Acaso habría sitio en el vagón de nadie./ Distancia de promesa, pero voy y te sigo”. Rodeado de luces y de sombras, musitando la música perdida, el sujeto avanzará, continuará el viaje, no retrocederá, porque entenderá que el puerto más seguro es el lenguaje. Allí atracará, se cubrirá con las hojas del árbol del sueño y recogerá las piedras del camino, como un viaje hacia adentro, hacia su propio centro: “En un cansancio por la fiebre de los amores amarillos, sientes pasar arenales largos por tus ojos y caes desolado junto al espejo único. Quizá el fin: hacia adentro empieza tu mirada”.

Así, el sujeto lírico sabe que la poesía es el cordón umbilical que le une al principio, y al final de la existencia. Eje ordenador de lugares y de tiempos, la poesía es el motor que le atraviesa y le impulsa a seguir viajando, a pesar de los rescoldos, las cenizas y las ruinas.
Al fondo del mítico canto está el árbol o la casa: lugar de origen y comienzo de lo perdido. Por eso, las columnas derribadas, las cenizas y la sombra: “Soy el espacio, pero estoy vacío”. Y ese vacío es como la piedra que desciende, presurosa, la montaña; como el errático habitar de su mirada: “Hoy el ojo que mira es el ojo del canto”.

Por eso, insiste en preguntarse: “¿soy el espacio?”, y no ensaya respuestas. Más bien, confía en el carácter transformador del lenguaje, y a él se entrega, despojado de toda certeza, y esperando un “alba todavía imposible”, como remota posibilidad de un acontecer futuro.
Cual elegía serena que se desgrana en la música de las esferas interiores, transpuesto por una antigua herida, la voz de Los rastros, de Juan José Rodríguez, recupera el estío de la presencia insalvable y la vierte en lenguaje, en Verbo transformado, finalmente, en poesía.


(Breve selección)



CRÓNICA DE UN DESEO
Tu silencio.

Tu habitación atrapada en mis ojos.

Tu retrato. Tu vestido tirado.

Tu cuerpo, materia de luz,

sobre un extremo de la noche.


Mi mano palpa un eco,

tímida forma del canto que es la carne:

perfil de sombra bajo el beso,

cabello largo extendido en la almohada,

nocturna fuente para el pez y el abrazo.


Sólo entonces hay mundo

entre el cristal del ojo y el incendio del sueño.


Tu mirada.

Tu mano se enlaza a mi adiós que es ya la ausencia.

Tu memoria es ceniza de ave: polvo de voz.

Tu silencio, historia del instante, desarbola los días.



ADIÓS A LA NIÑA BOREAL
En la ceniza hecha de los sueños quemados,

al revés de la orquídea que respira la luz,

la niña de este polo se borra para siempre.


Su mirada es un campo de árboles oscuros

y, en la casa vacía sin viento ni esperanza,

todo pájaro blanco agoniza en sus manos.



HISTORIA DE MI CUERPO
Mi tristeza es un grano de mi sombra.

Se trunca la belleza en la voz que no siente

al cantar las efigies y los soles oscuros.


Agonizo en los pámpanos de óxido

que cierto día legó para mi lengua,

pero abro las puertas del óseo laberinto.


No temo abrir las heridas más hondas,

los lagares de todas las ventanas

donde no entra noche, ni la luz inflexible.


Rastreo los pasos infectados de llanto.

Espero el alba todavía imposible.