ECUADOR: VIDA INTELECTUAL Y LITERARIA
por Mario Campaña
En las últimas décadas la literatura, quizá la más popular de las artes por su carácter comunicativo, gracias a su materialidad linguística, ha experimentado cambios más profundos que las demás artes. En lo que la poesía se refiere, tal cambio debe ser analizado con especial detenimiento. En efecto, como toda poesía de esta era, la ecuatoriana también se reveló permeable a las grandes transformaciones ocurridas en los órdenes culturales en América Latina y Occidente, pero su desenvolvimiento puso de relieve una peculiaridad inesperada. Sabido es que la noción de infinito, expandida en Europa después del giro copernicano, que dejó atrás el cerrado universo cristiano; el sentimiento de soledad provocado por la ruptura de los antiguos vínculos comunitarios; y, la percepción de lo temporal como progresiva caducidad de lo humano, que habían alimentado la poesía moderna en Occidente y su ámbito de influencia, empezaron a disiparse por doquier en las últimas décadas del siglo XX. Ecuador no escapó a ese hechizo: con la angustia ante la infinitud, la soledad y la fugacidad del tiempo se escribió nuestra poesía clásica y, como en otras literaturas, el despojo de esa herencia es uno de los rasgos de nuestra actualidad, de la vida literaria de las últimas décadas, que se resiste, sin embargo, al total abandono de aquello que le diera sus mayores logros. Porque, extrañamente, en la renovación poética ecuatoriana no han predominado las vías elegidas por el resto del territorio de la lengua castellana, donde hizo fortuna la consigna del poeta chileno Enrique Lihn, que hace 25 años fijó pautas fáciles de reconocer en los últimos tiempos: “Si se ha de escribir correctamente poesía/ no estaría de más bajar un poco el tono”, escribió Lihn en un poema. La introducción de la noción de lo correcto resultó fundamental y se impuso enseguida: desde hace mucho en todo el ámbito castellano lo incorrecto es el tono elevado, por su relación con formas de autoritarismo, con la concepción romántica del poeta iluminado (del tipo de Shelley) o del sabio metafísico (del tipo de Eliot); desde hace mucho la poesía en nuestra lengua subvierte el principio avalado por Aristóteles, para quien la dicción poética había de ser “perspicua, no humilde”, como recuerda Quevedo, uno de los más influyentes poetas de la modernidad hispanoamericana. La correcta poesía humilde y de voz baja que se impone cada día más a lo largo y ancho del territorio de la lengua, se interesa por la comunicación y puede ser llamada también poesía civil, porque no desliga su ser, incluso su individualidad, del acontecer social y ciudadano, tendiendo a abolir toda subjetividad conflictiva, todo infierno, en suma, ahora proscrito, como en la sociedad misma.
por Mario Campaña
En el año 2004, la revista Cuadernos Hispanoamericanos inició la publicación de dossiers dedicados monográficamente a ofrecer panorámicas de la cultura de cada uno de los países latinoamericanos en los últimos cincuenta años. El dedicado a Ecuador se había frustrado, por falta de comunicación con la persona inicialmente encargada. A pedido especial de su amigo Blas Matamoros, Director de Cuadernos Hispanoamericanos, que estaba a punto de acogerse a su jubilación, Mario Campaña aceptó entonces coordinar el dossier panorámico sobre la cultura ecuatoriana en los últimos cincuenta años. Un límite de páginas y un plazo fueron acordados.
Como en la mayoría de los países sudamericanos, la vida intelectual ecuatoriana de la segunda mitad del siglo XX estuvo animada por personalidades procedentes social y culturalmente de las clases blancas y mestizas, con general exclusión de la población indígena andina, costeña y amazónica, así como de las comunidades negras. Ello ha así porque, como en todos los países, la vida intelectual ha estado íntimamente ligada a los procesos políticos y económicos. La estructura social ecuatoriana ha determinado que, con muy pocas excepciones, los intelectuales, artistas e investigadores procedan sólo de las clases dirigentes, de familias blancas de ascendencia europea -por razones históricas-, cuyo capital económico en algunas –escasas- ocasiones se tradujo en capital cultural; o de las clases medias, que ascendieron en la escala social gracias al crecimiento del estado y a la paulatina expansión y modernización de la economía, accediendo así a bienes culturales antes exclusivos de los sectores de mayor poder económico. En Ecuador la vida intelectual y literaria de la segunda mitad del siglo XX se desarrolló fundamentalmente en Quito, la capital, y Cuenca, una pequeña ciudad andina con fuerte influencia española, mientras Guayaquil, la ciudad más poblada y con más importante desarrollo económico, después de unas décadas de brillante producción literaria experimentó el que quizá sea el período de más grave indigencia intelectual de toda su historia, a consecuencia de la dirección seguida por la economía y la política en la región.
La producción intelectual estuvo marcada en buena parte de la segunda mitad del siglo por una urgente necesidad de definir una identidad nacional. Esta necesidad, respondiendo a una larga tradición, estuvo también vinculada a la derrota militar y el desmembramiento territorial sufrido en la guerra con Perú en 1941. Los intelectuales ecuatorianos asumieron la tesis que señalaba el desarrollo cultural como vía para la recuperación de la cohesión perdida en las batallas. La tendencia hacia lo autóctono aparecida vigorosamente en las décadas anteriores, en la obra de los novelistas del Grupo de Guayaquil y en Huasipungo de Jorge Icaza, especialmente, encontró entonces una continuidad en el terreno de las políticas culturale y la literatura. Los años 50 vieron el afianzamiento de la obra de Benjamín Carrión, empeñado en imaginar el país como una pequeña gran nación, y los poemas emblemáticos de César Dávila Andrade y Hugo Salazar Tamariz, que se proponían pensar poéticamente qué y cuál era el presente, el pasado y el futuro de Ecuador.
Esos intentos ocurrían en un ámbito en que lo político y lo literario tendían a mezclarse, porque durante mucho tiempo el campo intelectual ecuatoriano estuvo formado de modo principal por la historia política y la literatura, destacada de las demás artes en la medida en que mantiene, por su propia naturaleza, el más elevado substrato intelectual. Freud creía que los sueños son pensamientos y en el mismo sentido cabe pensar que los poemas, las novelas y los cuentos también lo son; son formas de pensamiento, como todo discurso artístico. La pintura, la danza, la escultura, la música son pensamiento: modos de explorar y conocer. Uno de los mayores filósofos del continente americano, el argentino Arturo Andrés Roig, quien estuvo radicado en Quito durante casi diez años, creyó que la filosofía ecuatoriana estaba radicada en las páginas de sus literatos: en Montalvo y Espejo, por ejemplo. Pese a tan calificado testimonio, cabe afirmar que sí ha existido una filosofía profesional en Ecuador, y que ésta no ha sido ajena a las necesidades más acuciantes del país. En ese sentido, el mismo Roig y su trabajo acerca de la ética ha sido una de las más influyentes presencias. Hernán Malo González y Julio Terán Dutari, que fueran rectores de la Pontificia Universidad Católica de Quito, quizá sean los nombre más importante en ese campo del pensamiento, en el que también habría que destacar, en otra línea de trabajo, a Bolívar Echeverría, que en México ha llevado adelante una brillante exploración acerca de la modernidad y el barroco latinoamericanos.
Sin embargo, el cumplimiento de las tareas asumidas por la intelectualidad ecuatoriana, según lo mencionado más arriba, ha encontrado el más importante escollo. Aunque oculto, y por eso mismo quizá más pernicioso de lo que pueda sospecharse, un gran dilema parece yacer en el fondo de la vida cultural ecuatoriana, si bien nosotros no estamos en condiciones de hacer más que tímidos tanteos en el tema, una rápida enunciación a partir de observaciones menores. Ese dilema, creo, es el de la tradición cultural. ¿A qué historia, a qué tradición cultural debería ser fiel, cultivar y prolongar el intelectual ecuatoriano? ¿Cuál debería ser la finalidad de su trabajo? ¿Cuál es la tradición cultural que nos alimenta en términos reales? La europea, que en otros países de América del Sur, Argentina, Uruguay y Chile, por ejemplo, se asume con toda comodidad, pues está arraigada en la misma experiencia vital de sus habitantes, provenientes en buena parte de las grandes olas migratorias españolas, francesas, italianas y alemanas, una vez eliminada casi totalmente la población autóctona, pero que en Ecuador carece de presencia determinante? ¿La andina, que en países como Perú o México, incluso en Bolivia, conforma un pasado de excepcional riqueza, pero que en Ecuador apenas si aporta elementos míticos menores, incapaces en todo caso de unificar espiritualmente todas las regiones? La cultura ecuatoriana asumió, según dije al principio, como una de sus grandes tareas en los años 40 y 50 la elaboración de elementos simbólicos para la fundación de la nación, pero todo ello fue abandonado posteriormente. Hoy los intelectuales y la clase media rechazan lo indígena y en general lo autóctono, y los escritores, careciendo de vínculos suficientes con la tradición europea, tienden a asimilar todo cuanto pueda contribuir a la elaboración de sus relatos en una atmósfera propia. Como una nueva versión de esta ambiguedad y esta dicotomía, un debate todavía incipiente enfrenta hoy a quienes proclaman la conveniencia (pues se trata de eso, de conveniencia) de utilizar escenarios y problemáticas “cosmopolitas” y a quienes rechazan que sea suficiente con ordenar a la computadora que “donde dice Lomas de Sargentillo diga Londres” (como irónicamente ha escrito el poeta Fernando Balseca) y conminan así a continuar una indagación propiamente estética.
Dos hechos de orden social, ocurridos en las dos principales ciudades del país, tuvieron especial repercusión en la vida intelectual ecuatoriana de las últimas décadas del siglo XX: En primer lugar, la fundación en Quito, en 1982, del periódico Hoy, de tendencia socialdemócrata, que puso en circulación importantes suplementos culturales, ganó rápidamente audiencia en la clase media y consiguió articular a buena parte de los intelectuales que habían integrado el llamado Frente Cultural durante el período de las dictaduras. En el contexto de los gobiernos de la Democracia Cristiana y de la Socialdemocracia, ese periódico creció impulsando una cultura crítica, a la vez que en un verdadero esfuerzo de lucha ideológica se fortalecía la Corporación Editora Nacional, se fundaba la editorial El Conejo, orientada hacia la izquierda, que procuraba el desarrollo de una cultura nacional; el Banco Central profundizaba su apoyo a importantes programas de recuperación de la memoria, como el Archivo Histórico; y, la Casa de la Cultura, creada por la revolución de 1944, parecía por fin estar en condiciones de jugar un rol relevante. El otro hecho ocurrió en Guayaquil y tuvo consecuencias nefastas. Fue el colapso de la Universidad Estatal, que durante muchos años había sido una verdadera “alma mater” de la ciudad y se había convertido después en foco de la oposición a toda clase de medidas antipopulares. Probablemente infiltrada por la policía política de las dictaduras y en todo caso violentamente dominada por el populismo de derechas que se había apoderado ya de toda la ciudad, la Universidad de Guayaquil desapareció durante quince años como centro de producción de pensamiento, como núcleo de irradiación cultural. En su lugar, la pequeña Universidad Católica contribuyó como pudo a mantener vivos el espíritu crítico y la creación literaria, pero su carácter privado y su consiguiente orientación social elitista le impidió ejercer una influencia mayor. Todavía hoy Guayaquil y el país entero sufren la consecuencia de ese período tan largo de decadencia y retroceso universitario.
En las últimas décadas la literatura, quizá la más popular de las artes por su carácter comunicativo, gracias a su materialidad linguística, ha experimentado cambios más profundos que las demás artes. En lo que la poesía se refiere, tal cambio debe ser analizado con especial detenimiento. En efecto, como toda poesía de esta era, la ecuatoriana también se reveló permeable a las grandes transformaciones ocurridas en los órdenes culturales en América Latina y Occidente, pero su desenvolvimiento puso de relieve una peculiaridad inesperada. Sabido es que la noción de infinito, expandida en Europa después del giro copernicano, que dejó atrás el cerrado universo cristiano; el sentimiento de soledad provocado por la ruptura de los antiguos vínculos comunitarios; y, la percepción de lo temporal como progresiva caducidad de lo humano, que habían alimentado la poesía moderna en Occidente y su ámbito de influencia, empezaron a disiparse por doquier en las últimas décadas del siglo XX. Ecuador no escapó a ese hechizo: con la angustia ante la infinitud, la soledad y la fugacidad del tiempo se escribió nuestra poesía clásica y, como en otras literaturas, el despojo de esa herencia es uno de los rasgos de nuestra actualidad, de la vida literaria de las últimas décadas, que se resiste, sin embargo, al total abandono de aquello que le diera sus mayores logros. Porque, extrañamente, en la renovación poética ecuatoriana no han predominado las vías elegidas por el resto del territorio de la lengua castellana, donde hizo fortuna la consigna del poeta chileno Enrique Lihn, que hace 25 años fijó pautas fáciles de reconocer en los últimos tiempos: “Si se ha de escribir correctamente poesía/ no estaría de más bajar un poco el tono”, escribió Lihn en un poema. La introducción de la noción de lo correcto resultó fundamental y se impuso enseguida: desde hace mucho en todo el ámbito castellano lo incorrecto es el tono elevado, por su relación con formas de autoritarismo, con la concepción romántica del poeta iluminado (del tipo de Shelley) o del sabio metafísico (del tipo de Eliot); desde hace mucho la poesía en nuestra lengua subvierte el principio avalado por Aristóteles, para quien la dicción poética había de ser “perspicua, no humilde”, como recuerda Quevedo, uno de los más influyentes poetas de la modernidad hispanoamericana. La correcta poesía humilde y de voz baja que se impone cada día más a lo largo y ancho del territorio de la lengua, se interesa por la comunicación y puede ser llamada también poesía civil, porque no desliga su ser, incluso su individualidad, del acontecer social y ciudadano, tendiendo a abolir toda subjetividad conflictiva, todo infierno, en suma, ahora proscrito, como en la sociedad misma.
Quizá nadando a contracorriente, la poesía ecuatoriana actual elude esos caminos de corrección y humildad y quizá no es ajeno a ello el aislamiento que sufre. En general evita lo perspicuo, la falsa iluminación y la abstrucción seudometafísica, pero su feliz ‘incorrección’ queda en evidencia en su libertad, en la no subordinación a las exigencias de precisión y claridad, tan propias de la racionalidad de las sociedades industriales (¡es en la industria donde todo tiene que ser exacto y estar en su lugar, a riesgo de que se desmorone y se confunda en el caos, nada rentable!), en su resistencia a dar siempre la voz al personaje ‘normal’, que suele expresar de modo desvigorizado su romántica melancolía por la soledad y el paso del tiempo, su inane conformidad ante el destino colectivo. La poesía ecuatoriana había vivido su gran momento entre los años 40 y 50, con la obra de Alfredo Gangotena (quien escribió toda su obra en francés, en los años 20, excepto un solo poemario, Tempestad Secreta, escrito en Quito en 1940), Jorge Carrera Andrade, César Dávila Andrade (que vivió los últimos 20 años de su vida en el exilio venezolano) y Gonzalo Escudero. La obra de estos cuatro grandes poetas habían de fijar un canon, una especie de horizonte que se convertiría con los años en una suerte de límite: es en el interior ese vasto y brillante espacio poético que se desarrolló toda la poesía posterior: la valiosísima obra de Efraín Jara Idrovo, la primera parte de la obra de Jorge Enrique Adoum, la obra de los poetas de Quito de los años 80 y 90 (Carvajal, Ponce, Pazos, etc.). Ese horizonte, repito, siendo un logro ha sido también un límite: el canon andino (ecuatoriano) ha sujetado fuertemente la poesía de todo el país, y consiguió relegar la obra diferente surgida entre los años años 60 y 70, prolongada en autores como Antonio Preciado (poesía de la negritud), Fernando Nieto Cadena (salsa y lenguaje popular), Euler Granda (antipoesía), Edgar Ramírez Estrada y Agustín Vulgarín, que intentaron en vano rebasarlo (tan férreamente se ha mantenido), si bien ninguno de ellos alcanzó el nivel de calidad de los cuatro: Gangotena, Carrera, Dávila y Escudero, convertidos ya en nuestros clásicos, es decir, en nuestras referencias y nuestros límites.
La narrativa experimentó un fenómeno distinto al de la poesía. Si bien los grandes escritores de los años 30 de Guayaquil (Joaquín Gallegos Lara, José de la Cuadra, Alfredo Pareja Diezcanseco, Demetrio Aguilera Malta, Enrique Gil Gilbert) se impusieron de modo canónico, correspondió al modernísimo Pablo Palacio señalar desde su lejanía cronológica y mental (murió hundido en la locura) los caminos para la renovación emprendida en los años 70 y 80 por los escritores de la revista La Bufanda del Sol, de Quito, esto es, Iván Eguez, Abdón Ubidia, Raúl Pérez Torres, entre otros, que impulsaron una actualización de la narrativa conforme a los patrones puesto a circular por la gran novela latinoamericana llamada del “boom”, de Juan Rulfo a Juan Carlos Onetti, de Julio Cortázar a Augusto Roa Bastos, pasando por Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez. A esa nueva indagación estética impulsada desde Quito se sumaron tres grandes nombres de dentro del país y dos de fuera: los jóvenes Jorge Velasco Mackenzie, de Guayaquil, y Eliécer Cárdenas y Jorge Dávila Vázquez, de Cuenca, mientras desde México Miguel Donoso Pareja aportaba sus novelas influidas por el erotismo existencial de Bataille y desde París Jorge Enrique Adoum alcanzaba un gran éxito en 1976 con su “texto con personajes” Entre Marx y una Mujer Desnuda. Los años siguientes, los 80 y los 90, vieron la aparición, en algunos casos, o consolidación, en otros, de importantes nombres y obras: Javier Vásconez (quizá el escritor ecuatoriano con mayor proyección internacional, hoy por hoy), en Quito, sus magníficos cuentos y sus celebradas novelas, especialmente El viajero de Praga; Iván Eguez y Abdón Ubidia y sus novelas El poder del gran señor y Sueño de lobos, respectivamente; Huilo Ruales y sus relatos y poemas llenos de intenciones subversivas, humorísticos y sardónicos; los cuentos de Francisco Proaño Arandi, Raúl Vallejo, Leonardo Valencia, Gilda Holts y Liliana Miraglia; y la mejor novela de Donoso Pareja, Ahora empiezo a acordarme.
La crítica literaria, que conoció en Benjamín Carrión un gran momento, ha tenido en esta segunda mitad del siglo XX un desarrollo lento pero esperanzador. Dos nombres deben destacarse con toda justicia: Hernán Rodríguez Castelo, uno de nuestros mayores humanistas e historiadores de la cultura, y Miguel Donoso Pareja. En los años sesenta Rodríguez Castelo concibió y dirigió la histórica colección Clásicos Ariel de Literatura Ecuatoriano, en la que se llegaron a editar 100 volúmenes, todos seleccionados y prologados por él. Su más reciente trabajo está recogido en un cuantioso y erudito volumen sobre el siglo XVII. Por otra parte, a su regreso de México, donde estuvo radicado durante 18 años, Donoso Pareja activó el por entonces recientemente creado aparato editorial: varias colecciones aparecidas en los años 80, hitos de nuestra bibliografía y de nuestra crítica literaria, son de su inspiración directa. Numerosos trabajos recientes de Donoso Pareja sobre la narrativa contemporánea demuestran que además de novelista y poeta sigue siendo un crítico mordaz y vigilante, una especie de malhumorado samurai felizmente munido de espadas para salir al paso de casi todo lo que aparece en estos lares, si bien muestra su debilidad en la condescendencia con que acoge a sus alumnos de los talleres literarios que dirige en Guayaquil. Hay que mencionar también el trabajo crítico que cumplen en Cuenca María Augusta Vintimilla y otros docentes universitarios, la amplia y valiosísima empresa de la Universidad Andina de Quito, especialmente su Historia de las literaturas de Ecuador, así como el brillante trabajo crítico que realizan desde Estados Unidos los profesores Humberto Robles y Wilfrido Corral.
Puede afirmarse que la vida intelectual ecuatoriana se extiende ahora a todos los ámbitos del saber, en los linderos de las llamadas humanidades o ciencias humanas. El estudio de la filosofía, la historia económica y política, la sociología, la etnología, la arqueología, la antropología, la sociología y la linguística han tenido, especialmente en Quito, un desarrollo continuo y en algunos casos, riguroso. Puede afirmarse que el panorama actual es de recuperación. Aunque han desaparecido las editoriales nacionales para dar paso a las transnacionales de la edición; aunque el periódico Hoy ha perdido su rol articulador y promotor y la Casa de la Cultura no ha conseguido convertirse en lo que se esperaba, las manifestaciones del trabajo intelectual ecuatoriano no faltan y son alentadoras: la novela, el cuento y la poesía gozan de buena salud; hay excelentes revistas literarias, como País Secreto y Kipus; florecen los estudios de género; la antropología y la etnología muestra importantes trabajos; la Casa de la Cultura mantiene magníficas colecciones literarias; la Facultad Latinoamericana de Estudios Sociales –FLACSO-, la ya mencionada Universidad Andina Simón Bolívar, la Pontificia Universidad Católica de Quito, las Universidades Central y Católica de Cuenca y las Universidades Estatal y varias universidades privadas como Casa Grande de Guayaquil, recuperan el pulso del trabajo intelectual e investigativo; y, lo que acaso sea el síntoma más importante: en las principales ciudades nuevas generaciones de escritores e investigadores promueven y animan encuentros y debates: la sangre nueva está viva, corre y se multiplica.