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30 may 2010


POEMAS INÉDITOS DE JOSÉ KOZER

Como lo prometimos, presentamos tres poemas inéditos de José Kozer, gran amigo de esta Casa. El poeta cubano -más bien, latinoamericano y nuestro- hace una panorámica entre el sueño con visos intertextuales, una reflexión muy suya sobre el tiempo y un homenaje particular. Todo esto, a continuación.

SUEÑO DE UNA NOCHE DE VERANO

Ríe Guadalupe, y a mí se me corre la baba:
sonrío yo.

Y me adentro en un bosque, justo el bosque
que anoche surgió en
el sueño: con dos o
tres hamadríades de
cuello y corbata,
acompañadas por un
sátiro viejísimo (oye,
los huevos le llegan
al suelo) y un par de
náyades (despistadas):
una alseide engurruñada
(amojamada) bailando
(ida) con su ida sombra,
ah, cómo recuperar el
tiempo ido, ni modo, la
flor silvestre, la pineda
y la broza han muerto.

Todo el desparpajo de los dioses, hecho de
corrupción y carroña, se
desvanece al reírse
Guadalupe.

Éste es un día feliz, sin transición: en el claro del
bosque, esta mañana, y
ajeno al sueño de anoche,
semejante al de anteanoche,
y al que viene mañana, me
encuentro una vez más con
el nogal cargado de fruto,
la mesa herrumbrosa (coja)
pájaros de varia índole, la
cesta de mimbre con las
aceitunas, bocadillos, queso
de teta, pan de flauta casero,
y el botellín de tequila puesto
a enfriar en el riachuelo.
Orfeo y compañía. Llegamos
montados en yegua mansa,
a pelo, Guadalupe y yo a la
mujeriega: me apresto a
poner la mesa, en el suelo.
Mantel de hule a rayas,
servilletas gruesas de
papel, cubiertos de plástico,
Guadalupe se fue a recoger
flores silvestres para la
mesa (y cabellos): gargantilla.
Y jarra (una lata vacía de
cerveza) (negra Modelo)
donde ejecutar hermoso
arreglo floral con helechos
grises, campánulas moradas.
Y brezo.

Eran flores variadas, flores evolucionadas, agrestes
cuan perfectas, una a una
y en orden alfabético,
impecables: aprende; y
mi mujer se echó a reír:
sonrío. ¿Lista? Y fue
grande el acopio. Sobre
las dos de la tarde
echamos un pestañazo
de tres cuartos de hora,
y al abrir los ojos, camino
de la mente, nos encontramos
con el Buda reluciente, un
centenar de ninfas y sátiros
detrás de la humareda.
Goya (más sordo que una
tapia comentando los
aquelarres de su tiempo)
qué más se puede pedir:
en el día feliz consumamos
con ecuanimidad nuestro
ardor, por el camino de
vuelta nos acompañó una
banda (rupestre) de músicos
(cabras; unicornios) voces
mudas, endurecidas voces,
compás de birimbaos,
triángulos plateados, un tres
desvencijado (un morueco
guía, la salida del bosque
cerca): completamos el
desayuno con mofongo,
panecillos hechos en casa,
el aceite, la lasca casi
transparente de jamón
serrano, pocillo, agua del
tiempo: nos separamos.
Guadalupe, emprendedora
(recordad que son las seis
de la mañana) se fue a hacer
la colada en el cuarto de
máquinas de la comunidad,
y yo al eco, unos restos,
trazas de vislumbres del
sueño acaparado por
el nacimiento del día,
el desayuno, la risa
(cauterio) de mi mujer,
se aleja con el cesto
cargado de ropa sucia,
entona (nívea) una copla
española de su lejana
juventud, reaparecen
alseides y hamadríades,
y de repente, quién lo
diría, el rey David (lloroso)
(cargado de espaldas) el
cabello revuelto, cenizas,
la estameña por Absalón.


LIBRO DE HORAS DEL SEPTUAGENARIO

De tanto y cuanto y por cuanto, tanto atareo,
hasta cuándo.

Soy un recluso chino que baldea y trapea la
casa, dos horas al día
trapicheando, mi casa
cómoda y pequeña, al
margen, cual patena.

El agua fresca, el asiento mullido, el catre
colchón duro (nada mejor
para el espinazo): el baño
tiene una lámpara de
piedra (combustible: aceite
rampante) su brillo alcanza
las esferas celestes con
todos mis antepasados,
penates, lares, atisbos
de reencarnación: cada
dios en su sitio, cada
casa exigua y recién
lavada, un dechado
se refleja en mi casa
de aquí abajo desde
el espejo del alto
espejismo de las
esferas, la habito
trasteando, fuchicando
entre escobas, escobillas,
escobillones, mis
progenitores.

El día a mi disposición.

Horario fijo, cronometrado, propio de mi naturaleza:
una naturaleza sin subterfugios
ni propensiones, nada de
recovecos: yo que fui tan dado,
madre mía, a complicarlo todo.
Cómplice de marañas, hecho a
mezclar los esquejes, fundirme
en densidades, disputar día y
noche con mi cabeza.

Desde la puerta trasera abierta de par en par, dándole
entrada a la luz del mediodía,
el calor ambiental, algunos
insectos dorados, dos o tres
sombras invariables de luz
dorada, cribada en los
harneros de Dios (impoluta,
la luz): contemplo, en fila
india, cuarto de dormir (baño)
sala, comedor, la galería que
da al vergel, al río, a los
montes donde crece la hierba
cana, reluce la amapola, voy
a sembrar girasol el mes
entrante, en qué mes estoy.

Estuve hasta las doce en punto atareado, no he
sentido la menor agitación,
fregoteé inmiscuido la casa,
saqué brillo a los cubiertos,
cambié las sábanas, mañana
a primera hora (silbo) (canto
para mis adentros) (flauta de
bambú) (violín chino: erjú)
toca hacer la colada.

El resto del día colinda mi cabeza con enseres
intelectuales, música
isabelina, el proyecto
en marcha de leer los
Episodios nacionales,
toda la obra de Dickens,
el libro azul del filósofo
o fisólofo o filoso
pensador alemán.

No quepo apenas en mí de quietud: sentado.

A veces suena un timbre. A veces tocan a la puerta.
A veces un curioso
curiosea con la nariz
metida en la ventana.
Y a veces un insecto
dorado, lapislázuli o
azabache reencarna
delante de mis narices.
Es hembra parejera,
de carnes duras, ojos
zarcos (no abundan
en la China ni en
Cipango) ahora tengo
asegurados por un par
de años el toqueteo,
fogajes y templaderas,
el émbolo en acción,
limpiar el puerco,
platónica la conversación
a altas horas de la
madrugada mientras
dura (siempre me parece
sagrado) el insomnio.


HOMENAJE A SOLEIDA RÍOS

De baquelita su pellejo. Caballo pardo. Bata de dril,
turbante rojo. Collar
de caracoles de los
playazos de Oriente.
Sandalias de corcho.
Un pavo real en la
mirada. Benjuí su
aliento. El aliento de
la desalentada. Alada
y desangelada a sus
sesenta años. Cómo
le tiembla la quijada.
Tragar seco, tragar
duro. El tazón de
arroz moreno, las
tiras de viandas,
agua a pelo, algún
refresco color
gasolina, de postre
una cucharada de
azúcar prieta, unas
gotas de limón en la
mermelada de canistel.
El caballo regresa solo
al establo, color carmelita
la sierra, el soto a la vista,
el jardín de la entrada se
llenó de tila y de pamplinas.
Cañadas, y un desfiladero
que por seguro conduce a
la gran ciudad (celestial):
un lugar que llaman Sierra
de los Órganos, Jardines
de la Reina. Memorizar
palabras. Las de casa
(allá) las del libro (cerca)
las que subrepticias saltan
impertérritas de la Nada, la
penetran (está preñada). Su
pijama colorado para el alba,
todas las albas, hasta la
altura donde Dios, etc.
Amor blanco primero, el
hijo del boticario, hasta el
fondo, en la bodega, en la
rebotica, las antesalas: entre
guásimas y flamboyanes, a
lo lejos. Y luego salir a buscar
fantasmas.

Los secaderos de café, baya colorada.

Tributos a la mejorana, las infusiones, la mano rugosa
de la madre, por pasarelas
regresa de los promontorios
(muerta) hora de servir té de
hierbas, sacar los pañuelos
rojos, canturrear para adentro
que los dioses están inquietos:
pregunta con el canto de la
mano en alto si prefieren miel,
limón, raspado de la panela
de azúcar prieta, la emoción
de ver entrar la parentela,
oquedad oquedad: y a un
gran amigo venidero, ya
asoma (el nombre) Ángel
Escobar.

Se tiró.
Del pellejo azabache.
La camisa blanca se le abrió de pelo en pecho a media
altura.

Golpeó seco, coco rajado, sesos colorados, policromados,
órale. Está comprobado: la
mucha escritura enrojece
las grises cavernas, sombra
azul de las circunvoluciones
mentales, ángel a las simas,
senos, pozas, limpiar y limar
luego a manguerazos la
calle, barrer lo seco, mundo
descocotado, todo lo mata.

No descree Soleida Ríos, sólo que. Invoca, aunque sepa
que. Le gustaría usurpar
la naturaleza del árbol a
la vista (laurel) el ave
(tomeguín: chica, fíjate
bien que es un choncholí):
subir con Jacob la escala
hasta el pico del aura,
despeñarse, descenso
seguro en andas, cargada
por sus dioses.

La flor de pedo es negra, negra la rosa mosqueta, de
blanco visten las auras
tiñosas, las niñas negras
mequetrefes, de lazo
amarillo, enclenques: el
pintiparado moño relumbra,
todo el mundo con el tiempo
lo imita. Las niñas vistieron
de blanco a las tiñosas.

Ésta es la mujer (sesentona) del agujero elíptico lustrando
día y noche (para calzarlo,
ajustado) el zapato izquierdo
del amigo muerto: ya entra,
ya tiempo con universo se
ajustan a la medida del pie.
¿Y el derecho? Eso será
otra muerte, sin golpe seco,
más aguada para cantar,
menos vertical.