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6 may 2010

Susan Sontang (Contra la interpretación)


Colaboracion especial por: Fernando Alfón
Universidad de La Plata


“No hay que alarmarse”
S. S. (1965)
El caso Susan Sontag es admirable. A los treinta años de edad (nació en 1933), además de publicar su primer novela, El benefactor, ya había leído a Albert Camus, a Nietzsche, a Oscar Wilde, a Gide, a Ortega y Gasset, a Walter Benjamin, a Dante, a Maquiavelo y a Proust; la obra (en construcción) de Roland Barthes, de Foucault, de Sartre y Lévi-Strauss; posiblemente la de Kafka y la de Shakespeare en forma completa. El libro (la obra) de Spengler es muy largo e improbable que conociera sin saltos en sus más de 1200 páginas; de todos modos lo cita y lo usa. Lo mismo sucede con Ulises de Joyce y con Thomas Mann. El mérito, aun así, no son las severas horas de lectura sino las síntesis a las que arriba y el gusto por las obras que transmite.

No debe sofocar la biblioteca y el interés que la apasionaron, sus escritos no cansan y son el despliegue perfectamente tolerable de una lectura vasta y cuidadosa. Contra la interpretación es una compilación de ensayos publicado en 1966 que reúne escritos del lustro 1961–1965; de allí se desprende la impresión de que Sontang no parecía ignorar los textos indispensables.

Habiéndose formado en el respeto irrestricto de lo clásico, prestó atención a lo nuevo; su inteligencia no le sugirió desdeñar ni a Dostoievsky ni a The Doors; de tener que elegir optaría por el primero pero, aclara Sontang, ¿es necesario elegir? Intervino, entonces, en lo que su época solía postergar por “pasajero” o efímero, entre ello el happening y lo camp; las 58 notas sobre esto último constituyen la reflexión más arriesgada y la importancia que llegaron a adquirir con los años es inversamente proporcional al ánimo provisorio de lo que enunciaban.
Su predilección por los franceses se explica por la época y por sus veranos en París (acaso por los propios méritos de Francia), aunque no se puede inferir de ella ningún tipo de galicismo.

La tesis que enuncia y sostiene a lo largo de todos los ensayos: “el contenido es la forma”, la hizo polemizar con Freud y con Marx, en quienes notó la insistencia de encontrar (siempre) un subtexto debajo del texto, que resulta, además, ser la verdad de la obra. Lamentó que de estas dos grandes corrientes de pensamiento haya persistido, sobre todo, el estigma de que: “comprender es interpretar”. “La actual es una de esas épocas en que la actitud interpretativa es en gran parte reaccionaria, asfixiante. (...) En una cultura cuyo ya clásico dilema es la hipertrofia del intelecto a expensas de la energía y la capacidad sensorial, la interpretación es la venganza que se toma el intelecto sobre el arte.” (p 30) Otras formas con las cuales enuncia su verdad se resumen en estos pasajes que transcribo: “Nuestra manera de expresarnos es nuestra manera de ser.

La máscara es el rostro” (p 43); “El arte no sólo se refiere a algo; es algo.” (p 48); “El tema es la técnica.” (p 163) Sontag retoma a los formalistas de la Rusia pre–revolucionaria, a Roman Jakobson, a Viktor Shklovky, a Osip Brink, a Boris Tomashevsky, a Yury Tynyanov, pero adopta el meticuloso cuidado de no nombrar a ninguno. La confrontación “forma–contenido”, en torno a la cual lidió para desmontar el equívoco que encarna, motivó, a lo largo de esos años (1961–1965), su preocupación y su escritura. Y esa “metáfora inapropiada” fue, a su pesar, la mayor metáfora de su libro: la constante. La discusión que juzgó caduca fue su actualidad y su desvelo. (Ella logró, además, su justificación y vigencia.)

Curiosamente al clamor de una literatura del placer justificó el hermetismo y la opacidad, aunque (aclara) a costa de que ofrezcan una densidad extrema. “¿Está obligado el gran arte a ser constantemente interesante?” La respuesta que da es negativa y se ve, por tanto, obligada a replantear el aburrimiento. Le sirve, además, como plafón para rescatar el cine de Bresson, sobre todo al más lento y soporífero, el de Les dames du Bois de Buologne. “El arte reflexivo [el de Bresson] es un arte que, en efecto, impone al público una cierta disciplina, posponiendo la gratificación fácil.”

El libro vuelve, también, sobre el teatro de Pirandello, de Cocteau, de Artaud, de Genet y de Brecht; pero la esperanza que se respira en sus escritos reside en el cine. Sostuvo (no fue la primera) que el nuevo arte suplantó, en su dimensión descriptiva y economía, y a la literatura; y que para entonces ya era de todas las formas de arte, “la más vívida, la más emocionante, la más importante”.
Contra la interpretación no encuentra su pieza más importante, aunque sí la mejor, en “El antropólogo como héroe”, el ensayo en que Sontang evoca a Claude Lévi-Strauss. Siente al francés un aventurero, un inventor y, sobre todo: un ser personal. “Dejando aparte al infatigable Sartre —escribe— y al virtualmente silencioso Malraux, es la ‘figura’ intelectual más interesante de la Francia de nuestros días.” Francia, recordemos, a Sontang le resulta uno de los países más interesante. Considera a Las estructuras elementales del parentesco un libro brillante; a Tristes trópicos: a una obra maestra. “Está hermosamente escrito”, anota, y uno puede intuir que aquellas páginas la conmovieron.

Nombra con fervor las tribus que el antropólogo visitó en el interior del Brasil —“los nómadas nambilkwaras, asesinos de misioneros”; “los tupikawahibis, a quienes ningún hombre blanco había visto jamás”; “los materialmente espléndidos bororos”; “los ceremoniosos caduveos”— y deja entrever que para ella todo eso no es antropología, sino una forma sofisticada y preciosa de la imaginación y el relato. Entiende a Lévi-Strauss, en tanto antropólogo, como un necrólogo. Toda Europa, agrega, al perder su Yo lo fue a buscar en Otro, preferentemente exótico y temporalmente situado en el pasado.

La actitud última que ve en Sartre, más adelante, es la definición más estricta de su propio universo: “Al rito primitivo de la antropofagia, el comer seres humanos, corresponde el rito filosófico de la cosmofagia, la devoración del mundo.” El solapado pedido de descanso racional que pide y se sugiere en el título del libro contrasta con la poderosa ingestión que hace Sontang de la cultura. La obra encuentra, en este equívoco, su mayor encanto.

Algunas de las líneas de sus escritos, creo, son prendas que el lector puede conservar como obsequios: “Para la conciencia moderna, el artista (que reemplaza al santo) es el sufridor ejemplar.” (p 74) La que sigue, aunque más común, es superior: “El culto al amor en Occidente es un aspecto del culto al sufrimiento, sufrimiento considerado como supremo símbolo de la seriedad (el paradigma de la Cruz).” (p 81) Esta última es un amuleto con el que Sontang se desplaza: “La necesidad de verdad no es constante; como tampoco lo es la necesidad de reposo.” (p 84)
Encontrar en última instancia un sentido a la vida —escribe en uno de los dos ensayos que aluden indirectamente a Las Escrituras y directamente a sus consecuencias— llevó a judíos y cristianos a invalidar la idea de tragedia y a erradicarla de sus literaturas. Aun así —completa—, la fe en valores implacables los hace participar del núcleo central de lo trágico.

2


Sus estudios tienen la ventaja de ser brillantes y el riesgo de avanzar insistentemente sobre un emblema: “el estilo lo es todo”. Para Sontang el arte, en última instancia, “es un fenómeno estético”. Injustificable y sensual. Ella lo afirma y requiere que el lector le conceda esta fe; luego se entrevé que otro mundo sustancial, temático, humedece todo su pensamiento. Hay que creer (no simular) en el primero; luego, estar eminentemente más atentos al segundo.

Su preocupación por la estética no apaciguó la que sentía por la política: entre la tensión Sartre–Camus, toma posición por el primero y se pregunta “¿Fue Camus un pensador importante?”, se responde: “No”. Señala, además, que: “Su agónica incapacidad para tomar partido en la cuestión argelina — (...) — fue el desafortunado y definitivo testamento de su virtud moral.” Fue implacable, así mismo, con Ionesco, al que acusó de vulgar y contradictorio, y del cual rescataría del fuego, únicamente, a Jacques, o la sumisión; a una obra que entendió menor que ésta: La cantante calva; y a algunas piezas cortas que perdonó por ser eficaces: La lección, Las sillas y El nuevo inquilino. “Una cosa es la confusión intelectual (con frecuencia muy saludable), y otra la rendición.” Para Sontang, Ionesco es un rendido, luego, un banal.

En otro ensayo asegura que Gÿrgy Lukács es el único marxista que los no marxistas inteligentes pueden tomar en serio. Sin embargo no cree que el húngaro sea la figura que exprese la forma más interesante de marxismo. El título de “único gran crítico alemán de nuestra época” que George Steiner concede a Lukács —corrige Sontang— debe otorgarse a Walter Benjamin, en quien intuye, junto a Theodor Adorno y Herbert Marcuse, reside la mayor envergadura del marxismo. “Es brillante o encantador descubrir que Lukács —como Marx, como Freud— es moralmente convencional, incluso positivamente mojigato, cuando se ha partido del cliché de un coco intelectual.” (Manejo sólo la edición castellana de Alfaguara de 1996, traducción de Horacio Vázquez Rial; habría que confrontar con el original inglés las expresiones: “positivamente mojigato”, y sobre todo: “cliché de un coco intelectual”; la cita está en página 127; creí entenderla en un primer momento pero, luego, con cada relectura dupliqué mi asombro.) Para con los descendientes de Hegel y Marx, Sontang tiene una única o principal percepción: han sido incapaces de conceder autonomía al arte; este juicio la llevaron a poner un riguroso manto de sospecha sobre todos. Acaso sea posible pensar que el historicismo, atento al contenido y a subsumir la forma en función de éste, haya sido (ella nunca lo dice) su principal rival. Su reincidencia en Marcuse, en Benjamin, en la historia y en los procesos de producción —alusión sutil que sobrevuela su pulso— no nos impide pensar que en su rival halló, también, su principal inquietud.

El ensayo que más se diferencia del resto es “Reflexiones sobre El vicario”, la obra teatral del dramaturgo Rolf Hochhuth. Sontang procede con respeto y con precaución. “El mayor acontecimiento trágico de los tiempos modernos es el asesinato de seis millones de judíos europeos”, escribe como preludio al estudio, y ese recuerdo se mantiene como un temperamento a lo largo del mismo. El vicario conjura el nazismo, la guerra, el dolor y el juicio al alemán Adolf Eichmann en Jerusalén, en 1961. La singularidad de este ensayo reside, además de la máxima cautela, en este juicio: “(...) resultaría frívolo juzgar El vicario simplemente como una obra de arte”. Todo el libro de Sontang, en este instante, implosiona y se hace trizas.

Un párrafo después se reconstruye y sigue: “Algún arte, aunque no todo, elige como objetivo central decir la verdad; y hay que juzgarlo por su fidelidad a la verdad, y por la pertinencia de la verdad que dice.” Para Sontang El vicario es, ante todo, un documento histórico, una denuncia, una necesidad en la reconstrucción colectiva del pasado. No cree que sea una hermosa pieza ni reclama eso de ella; aún así, como obra de arte, el eje dorsal es otro, la clave para entenderlo: la interpretación. Cuando la tragedia —lo lamentable e irreversible— está “como tema”, Sontang otorga concesiones. Toda la intransigencia de su tesis principal se atenúa, y eso, lejos de desanimarnos nos entusiasma y nos permite creer en sus escritos. Páginas después, al referirse a la adecuación de ciertos temas a lo cómico, agrega: “Es imposible ver El gran dictador en 1964 sin pensar en la horripilante realidad existente tras la película y sentirse deprimidos por la superficialidad de la visión política de Chaplin.” Al llegar a la última parte del libro (la V) ya no concedemos que el estilo sea la única verdad del arte.

Ensayó, también, sobre el psicoanálisis, el cuál le interesó —como a Norman O. Brown— en tanto se lea como una teoría “que no se limita a reducir la historia cultural a la psicología de los individuos”. El otro psicoanálisis, el que se confunde con la Iglesia o la Universidad y que fue a parar a Broadway y a la televisión, le pareció vulgar y una forma efectiva de “retirada del mundo real y, por tanto, de conformidad con él”. El texto en que se ocupa de Eros y Tánatos, el libro de Brown, es quizá el más político de todos, y en donde Sontang, la esteta, llama a evitar la despolitización que suele venir auspiciada por la terapia. El desencanto de los intelectuales norteamericanos de su época, tanto del psicoanálisis como del marxismo, asegura, “es la postura característica”, cuyas causas residen en la pereza más que en el arribo a una conclusión.

3


Sus escritos culminan en “Una cultura y la nueva sensibilidad” (1965), el artículo que los contiene a todos y los aúna. Sontang, que no hizo sino transmitirnos su gusto por el arte, y en especial por las letras, sentencia: “En la actualidad existe una cultura no literaria...”, esto, que no supone la muerte del arte, constata por el contrario su mutación y permanencia. “Lo que dio a la literatura su preeminencia es su pesada carga de ‘contenido’, tanto informativo como moral.” Poco a poco había reunido los elementos que le permitieran escribir esta oración. El corrimiento de la obra literaria como modelo de creación artística y fuente de la cual emana el “texto” más óptimo para interpretar lo social y lo político, dio paso a obras de arte más atentas a la técnica y a la búsqueda formal: la danza, el teatro, el cine, la pintura, la música. “La unidad básica del arte contemporáneo no es la idea, sino el análisis y la extensión de las sensaciones.” Sontang no se suma al desconsuelo de los que lloran la deshumanización del arte; la preocupación estilística de los nuevos artistas la entusiasma.

No concede relevancia al mito del pasado como “eternamente” superior; va en busca de una hermenéutica de la nueva sensibilidad y la encuentra: el declive sensible de la obra literaria coincide con el auge de la técnica, el método y lo puramente estético. Estos movimientos, aun así, no deben pensarse en términos de degradación o frivolidad; en Sontang no hay nostalgia. El arte contemporáneo, para ella, es una sensibilidad que se abre.

Sin saber, al compilar sus ensayos reunió los fragmentos dispersos de su gran libro, y además, el que más hace justicia con su cosmovisión del mundo; en él, todo lo que guarda interés sobre los aspectos de la vida cultural están incluidos: arte, muerte, cine, guerra, Dios, Argelia; todos mezclados no en forma de “yuxtaposición radical” fortuita sino a la manera de un tapiz de figuras fantásticas. Sus posteriores obras: Estuche de muerte (1967); Un viaje a Hanoi (1968), Sobre la fotografía (1977); La enfermedad y sus metáforas (1978); Yo, etcétera (1979) y Bajo el signo de Saturno (1980); no llegan a vincularnos tan intensamente con el entusiasmo de aquel segundo libro aparecido en 1966. En 1996, a treinta del acontecimiento, aún sin saber quién era S. S, leí una entrevista en donde la escritora respondía, a la pregunta de cuál era su deseo, “estar una vez más con cada uno de los que fueron mis amantes”. El lector puede sentir que es ella, al paso del tiempo, una de las lecturas a las cuales se puede volver para renovar un misterio, el encantamiento intacto que conservan esos escritos de la juventud.