Por Ernesto Carrión
En el caso de Panero, no podemos divorciar al autor de la obra, y no hablo por la gran publicidad que mantiene su figura: esa estampa de loco esquizofrénico que pasa noche a noche en el Manicomio de Las Palmas, alumbrando libros, o de su etapa comunista que le costara la cárcel, o de su alcoholismo y drogadicción, o del tardío enfrentamiento a su homosexualidad. El asunto es que para ingresar en Panero, debemos entender que las identidades como bloques o como asunto nítido, han acabado en nuestra época. Ya nadie es un todo como tal, una identidad clara o transparente, sino una extensión de seres, de cosas y conocimientos en los cuales deambulamos fragmentariamente. Ejemplos hay muchísimos en la vida contemporánea poscapitalista, que muestran cómo se va anulando al individuo, en pos de sumarlo a una gran masa que únicamente actúa sobre sí misma, a manera de fantasma o fantasía. Leopoldo María Panero, en su poesía, es tan Leopoldo María Panero –el enfermo transgresor de la cultura que promueve a un homo normalis autodestruyéndose-, como es también ese compendio de voces que arremolinan en su seno intertextualidades, idiomas diversos y galerías de fantasmas en las que bien puede hablarnos el Llanero Solitario, Blanca Nieves, Peter Pan, una segunda esposa, un Crouppier en Misssippi o el propio asesino de Leopoldo María Panero. El esquizofrénico posee la capacidad de avanzar al mismo tiempo en muchas latitudes, hundiéndose más y más en su desterritorialización y descomponiendo la realidad de su entorno. Panero se desliza consciente e inconscientemente, hasta anular por completo la posibilidad de su “Yo”. Por eso, observamos incluso, en ciertos poemas, un Panero asumiendo una personalidad asexual, bisexual, heterosexual, homosexual; desplazándose fácilmente de su no-identidad hacia un cuerpo otro en el que -como el pintor austriaco Egon Schiele- llega a colocarse a sí mismo una vagina, en vez de un pene y viceversa.
Sin embargo, Panero da un vuelco en la común historia del incesto: retomando su homosexualidad (y queriendo romper la máscara del homo normalis que huye, como bien es sabido, del incesto), no se vincula a la madre para transgredirla; sino a su padre, a quien llamará “amante”, entre otras cosas. Panero junta entonces, Eros y Tanatos, logrando revivir la angustia por su padre muerto, derivado ya en un placer sexual enfermizo, y lo hace en uno de sus poemarios tempranos: Narciso en el acorde último de las flautas, específicamente en su poema “Glosa a un epitafio (carta al padre)”. Condición que sigue mostrándose en sus últimos libros. En Esquizofrénicas o la balada de la lámpara azul (Hiperión, 2004), dice Panero: y la vida que es sólo silencio y muerte/ callada hondura/ como dijo mi padre/ chupándome el pene.
Por su condición esquizofrénica y en su afán de recobrar la tierra, Panero va mezclando los códigos establecidos, convencido de que alcanza su terreno, descomponiéndose a sí mismo y a su vez denunciando un mundo absurdo, un mundo enfermo, incapaz de narrar sus demonios –posiblemente culpable de su enfermedad-. Ha dicho Panero, citando a Mallarmé: “La Destrucción fue mi Beatriz”; y en otra ocasión, citando a Artaud, ha dicho: “Me autodestruyo para saber que soy Yo y no todos ellos”. Confirmando de esta manera, que su identidad (como la identidad universal) hoy por hoy, no es un asunto claro. Y que necesita de dicha autodestrucción para lograr diferenciarse de ese mundo que, irónicamente, lo declara “loco”.
Ante el individuo como tal, que ya no existe, o ante esa constante apropiación del Yo de muchos poetas, Panero, de personalidad delirante, ha encontrado los discursos para expresar su mejor juicio. Podemos asegurar que siempre nos hemos de encontrar a un Panero que dispara contra sí mismo, con la clara intención de escupir contra esa ficticia normalidad con la que viven los otros, esos llamados sus “semejantes”, que no reparan en lo que hacen, ni en el sacrificio individual y esquizofrénico que implica la aceptación de la cultura: “Eyacular es ensuciar el cuerpo/ y penetrar es humillar con la verga / la erección de otro yo”. Entonces, nos queda claro que la identidad esquizofrénica, en el caso de Leopoldo, es fundamental para el análisis de su trabajo.
“como la poesía, el asesinato es una de las bellas artes, y siendo estas como aquel son matrices de la desaparición del sujeto y el objeto, las bellas artes son un asesinato.”
Panero, es quizá, el primer autor en involucrar el psicoanálisis como tal, en una obra poética. También, posiblemente el primero en hablar de aberraciones como la cropogafia, la necrofilia, la pedofilia, el incesto, etc. En Panero, el ano es la fuente de la vida; por eso no se equivocan quienes afirman que este poeta escribe sobre un retrete. Una, por su condición homosexual, y otra, por querer aferrarse a esa etapa anal de la infancia, explicada desde el psicoanálisis. Es más, Panero no ha querido desvincularse de la infancia nunca: “Todos nosotros somos niños muertos, clavados a la balaustrada frágil del balcón de la infancia, esperando como sólo saben esperar los muertos”
Panero, al igual que su compatriota Salvador Dalí, deja entrever en todo momento de su obra, ese intencional estancamiento en la etapa anal. El ano, como tal, a través de su poesía, se irá convirtiendo en ese único espacio por el que es posible la creación y el placer, negándole al falo (excepto cuando se trata de su padre) su posibilidad de producir placer o vida: “Mujeres/ venid a mí/ tengo entre las piernas/ el hijo que no nacerá jamás”.
Por otra parte, los idiomas, en el trabajo de Panero, cumplen la visión totalizadora de su propio desierto. Como indicamos anteriormente, las ramificaciones de su poesía alcanzan niveles tanto sicológicos como lingüísticos; y aunque la mayoría de sus poemas se encuentran realizados en español, existen otros textos en los que mezcla por momentos, su idioma oficial con el inglés, el francés, el griego, el alemán, el latín y una variación del italiano, o un italiano intencionalmente deformado. De ninguna manera existe en estas ramificaciones una intención burguesa de mostrarle al lector su erudición; ya que la erudición misma de Panero reside en la piel de su propia escritura, en sus concepciones lúcidas del mundo y del mundo de los locos, vinculados a nombres como los de Freud, Lacan, Jung, Hegel, Deleuze, Jean Le Brun, Baudelaire, etc.; en los que siempre convergerán esas figuras literarias que han vivido el destierro o el anatema de ser considerados “malditos”.
No creo que Leopoldo María Panero deba ser calificado, per se, un “poeta maldito”; pienso que Panero es un poeta revolucionario, un escritor que pone al hombre frente al hombre sin pellejo, que le enseña su enfermedad, sus llagas y sus vísceras; todo aquello que el Hombre se han encargado de ocultar, a través de la psiquiatría y otros repertorios moralizantes: “La mirada mórbida del siquiatra estudia al paciente como un objeto y le deniega su subjetividad, no hay nada más mórbido que esta mirada que nos retira de lo humano”. El humano, sabe Panero, no puede ser él -él ya se ha autodestruido para o por estudiar el mundo-; pero, de ninguna manera, el humano puede ser el resto, que es con quien lucha abiertamente o mórbidamente. Pues cada poema de Leopoldo es un replanteamiento del mundo, lo que implica una posición, que por más superficial que sea su lectura, no debe ser considerada mera informalidad, malditismo o quemeinportismo de la realidad: “toda Perfección está en el odio”.
Siempre reinventándose y autor de casi 40 libros, en los que consta poesía, cuentos de horror, novela, ensayos, autobiografías y libros en conjunto. Panero se dio a conocer al aparecer en la célebre antología de José María Castellet, Los nueve novísimos poetas españoles, en 1970. Pero como explicamos antes, su continua experimentación, intertextualidad y ligazón a temas obscenos, le ha valido el que la crítica en su país le haya dado la espalda, consolidando así su imagen y condición marginal.
Sin embargo, y a pesar de encontrarse desplazado en España por esa mal llamada “poesía de la experiencia”, Panero es un loco que vende. Su funcionalidad reside en colocar su poesía descarnada, frente a esa poesía de un Yo -que como hemos dicho antes, ya no viene al caso-, cotidiano y tedioso, encerrado en circunstancias urbanas.
Ya en los últimos trabajos de Panero (hablo de aquellos poemarios que datan del 98, y no todos) encontramos la figura de un Panero apoyado en la ventana del manicomio, sumido en su contemplación enferma y con esa voz que asume su ultimátum. Sin embargo, sigue innovando dentro de las letras, tomando en cuenta que nadie había regresado sobre ese combate dialéctico de origen provenzal llamado “la Tensó”. “La Tensó” es una obra poética donde dos autores trabajan, sin que se indique donde empieza el uno y termina el otro. Panero nos ha dejado algunos excelentes libros en este género. Ha trabajado también con los locos del Sanatorio de Mondragón, un taller de poesía que apareció después impreso por la editorial Hiperión, bajo el título de Globo Rojo o la Antología de la Locura.
Leopoldo Maria Panero conoce su oficio demasiado bien, y aunque por momentos pareciera que publica desmedidamente, debemos recordar que su encierro le brinda todo ese ocium creador que los antiguos disfrutaron; y que su poesía actual, no es otra cosa que el registro de ese cuerpo agusanado del sujeto enfermo que él se siente. Panero comprende que un libro no es un compendio de figuras estéticas o retóricas que se acomodan por puro deleite. Él sabe que un libro es “únicamente el lugar en el que han sido retomados y consumidos todos los libros del mundo.” El testimonio de ese horroroso murmullo que vamos dejando atrás, paso a paso, y de mano de todos los hombres que fuimos. Ese auto representarse y fragmentarse, en el que acaso, con un poco de rabia, asomamos sin temor la podredumbre.