ENSAYO
Por: Ángel Emilio Hidalgo
Fuimos invitados a asistir al “II Foro Temático Preparativo” del interestatal Convenio Andrés Bello para el Foro Cultural Mundial que se cumplirá en Río de Janeiro y Salvador de Bahía (Brasil), entre el 24 de noviembre y el 23 de diciembre de 2006.
El evento se realizó en el Museo Municipal de Guayaquil y contó con la presencia mayoritaria de conferencistas extranjeros. Lo primero que destacó fue precisamente eso: un buen número de intelectuales, gestores culturales y académicos no ecuatorianos, frente a una escasa representación local.
Otro aspecto notorio fue la ausencia –entre los ponentes- de los intelectuales de la ciudad que actualmente están pensando los problemas del arte, la cultura y las identidades. No obstante, el evento pretenciosamente se auto ponderaba como “una plataforma global para la reflexión y discusión del estado de las artes y el papel de la cultura en un mundo en transformación, que enfrenta desafíos como la globalización, la protección de la diversidad cultural, el accionar en economías de mercado, entre los más destacados”, llamando a “plantear rutas seguras, estrategias de interacción, quehaceres armónicos, que resalten y afiancen las identidades, y le permitan a los pueblos, a sus artes y a todas las manifestaciones simbólicas, diálogos equitativos e integradores en el milenio que comienza”.
Lastimosamente, los organizadores no invitaron a los verdaderos actores culturales de la ciudad, y eso contribuyó a la pobreza de ideas y conceptos, y a la siempre densa y tortuosa visión que en nuestro medio tienen las instituciones del Estado sobre lo que significa “hacer cultura”.
Luego de escuchar las intervenciones de los representantes locales, nos quedamos perplejos ante la manera como se abordan los procesos constitutivos de las expresiones artísticas y culturales en nuestro medio. La cultura es concebida desde una visión meramente empresarial, como un producto que hay que vender a cualquier precio, como una cosa u objeto que se puede utilizar, transformar y enajenar. Por eso, buena parte de las conclusiones del último día estuvieron encaminadas a mejorar el “marketing cultural”.
Una vez más, la institucionalidad cultural guayaquileña esquivó olímpicamente discutir el problema de la cultura en la ciudad, que va más allá de inauguraciones, agenditas y cocteles: ¿la gestión cultural que se realiza es verdaderamente democrática?, ¿intervienen los actores culturales reales?, ¿se financian proyectos y se estimulan procesos encaminados a la inserción sociocultural?, ¿se trabaja a favor de la interculturalidad?... ¿O “la cultura” sigue siendo, hoy como ayer, refugio de damas encopetadas y caballeros estirados?
Aún sigue prevaleciendo entre nosotros, una visión “desde arriba” de lo que significa hacer gestión cultural, atravesada por viejas prácticas clientelares. Según el Director del Departamento de Cultura del municipio, Guayaquil está viviendo “una revolución cultural”. Sonreímos con algo de suspicacia, pero también nos preocupamos por el arraigo que tiene en nuestra querida ciudad este tipo de discursos populistas que privilegian la cantidad sobre la calidad, en nombre de una pretendida y ciertamente, no alcanzada “masificación cultural”.
A esto se suma la constante apelación a un sentimiento de “orgullo guayaquileño” que nos paraliza y nos impide observar seria y críticamente el perfil de las prácticas dominantes, porque el discurso ideológico de la guayaquileñidad sobredimensiona los verdaderos alcances y logros de las iniciativas culturales nacidas de la institucionalidad artística.
Este tipo de demagogia cultural, finalmente abona a la confusión y el conformismo. Si Guayaquil, como repite la oficialidad, está viviendo una “revolución cultural”, entonces, sentémonos a aplaudir porque ya se han alcanzado todos los objetivos. ¿Para qué detenernos a pensar y discutir cosas “complicadas” como la identidad, la globalización, la cultura, la ciudadanía, la intercultualidad, el desarrollo sostenible? Dejemos eso, mejor, a los académicos que hablan en su metalenguaje y nadie los entiende. ¡Qué viva la ligereza y la dispersión!
Más allá de la poderosa dispersión del foro, estimulada por los mismos organizadores –el señor Huerta Montalvo, Secretario Ejecutivo del Convenio Andrés Bello, dijo en su intervención que hablaría sobre el problema de la identidad y terminó contando anécdotas-, el foro sirvió para mirarnos al espejo y reconocer nuestras limitaciones.
A pesar de los discursos líricos de siempre, palpita una realidad que no se puede soslayar: Guayaquil es una ciudad acostumbrada a no pensar, hace tiempo que la razón crítica fue desterrada de esta urbe mercantil capitalista, y el manejo institucional marcadamente elitista y populista de las instancias oficiales del arte, no posibilita una mayor participación e inserción de los verdaderos actores y protagonistas del proceso sociocultural.
LA CULTURA EN GUAYAQUIL O EL DEBATE INEXISTENTE
Por: Ángel Emilio Hidalgo
Fuimos invitados a asistir al “II Foro Temático Preparativo” del interestatal Convenio Andrés Bello para el Foro Cultural Mundial que se cumplirá en Río de Janeiro y Salvador de Bahía (Brasil), entre el 24 de noviembre y el 23 de diciembre de 2006.
El evento se realizó en el Museo Municipal de Guayaquil y contó con la presencia mayoritaria de conferencistas extranjeros. Lo primero que destacó fue precisamente eso: un buen número de intelectuales, gestores culturales y académicos no ecuatorianos, frente a una escasa representación local.
Otro aspecto notorio fue la ausencia –entre los ponentes- de los intelectuales de la ciudad que actualmente están pensando los problemas del arte, la cultura y las identidades. No obstante, el evento pretenciosamente se auto ponderaba como “una plataforma global para la reflexión y discusión del estado de las artes y el papel de la cultura en un mundo en transformación, que enfrenta desafíos como la globalización, la protección de la diversidad cultural, el accionar en economías de mercado, entre los más destacados”, llamando a “plantear rutas seguras, estrategias de interacción, quehaceres armónicos, que resalten y afiancen las identidades, y le permitan a los pueblos, a sus artes y a todas las manifestaciones simbólicas, diálogos equitativos e integradores en el milenio que comienza”.
Lastimosamente, los organizadores no invitaron a los verdaderos actores culturales de la ciudad, y eso contribuyó a la pobreza de ideas y conceptos, y a la siempre densa y tortuosa visión que en nuestro medio tienen las instituciones del Estado sobre lo que significa “hacer cultura”.
Luego de escuchar las intervenciones de los representantes locales, nos quedamos perplejos ante la manera como se abordan los procesos constitutivos de las expresiones artísticas y culturales en nuestro medio. La cultura es concebida desde una visión meramente empresarial, como un producto que hay que vender a cualquier precio, como una cosa u objeto que se puede utilizar, transformar y enajenar. Por eso, buena parte de las conclusiones del último día estuvieron encaminadas a mejorar el “marketing cultural”.
Una vez más, la institucionalidad cultural guayaquileña esquivó olímpicamente discutir el problema de la cultura en la ciudad, que va más allá de inauguraciones, agenditas y cocteles: ¿la gestión cultural que se realiza es verdaderamente democrática?, ¿intervienen los actores culturales reales?, ¿se financian proyectos y se estimulan procesos encaminados a la inserción sociocultural?, ¿se trabaja a favor de la interculturalidad?... ¿O “la cultura” sigue siendo, hoy como ayer, refugio de damas encopetadas y caballeros estirados?
Aún sigue prevaleciendo entre nosotros, una visión “desde arriba” de lo que significa hacer gestión cultural, atravesada por viejas prácticas clientelares. Según el Director del Departamento de Cultura del municipio, Guayaquil está viviendo “una revolución cultural”. Sonreímos con algo de suspicacia, pero también nos preocupamos por el arraigo que tiene en nuestra querida ciudad este tipo de discursos populistas que privilegian la cantidad sobre la calidad, en nombre de una pretendida y ciertamente, no alcanzada “masificación cultural”.
A esto se suma la constante apelación a un sentimiento de “orgullo guayaquileño” que nos paraliza y nos impide observar seria y críticamente el perfil de las prácticas dominantes, porque el discurso ideológico de la guayaquileñidad sobredimensiona los verdaderos alcances y logros de las iniciativas culturales nacidas de la institucionalidad artística.
Este tipo de demagogia cultural, finalmente abona a la confusión y el conformismo. Si Guayaquil, como repite la oficialidad, está viviendo una “revolución cultural”, entonces, sentémonos a aplaudir porque ya se han alcanzado todos los objetivos. ¿Para qué detenernos a pensar y discutir cosas “complicadas” como la identidad, la globalización, la cultura, la ciudadanía, la intercultualidad, el desarrollo sostenible? Dejemos eso, mejor, a los académicos que hablan en su metalenguaje y nadie los entiende. ¡Qué viva la ligereza y la dispersión!
Más allá de la poderosa dispersión del foro, estimulada por los mismos organizadores –el señor Huerta Montalvo, Secretario Ejecutivo del Convenio Andrés Bello, dijo en su intervención que hablaría sobre el problema de la identidad y terminó contando anécdotas-, el foro sirvió para mirarnos al espejo y reconocer nuestras limitaciones.
A pesar de los discursos líricos de siempre, palpita una realidad que no se puede soslayar: Guayaquil es una ciudad acostumbrada a no pensar, hace tiempo que la razón crítica fue desterrada de esta urbe mercantil capitalista, y el manejo institucional marcadamente elitista y populista de las instancias oficiales del arte, no posibilita una mayor participación e inserción de los verdaderos actores y protagonistas del proceso sociocultural.