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14 mar 2007

APUNTES PARA LEER LA LUZ AL DERECHO Y AL REVÉS


por Luis Carlos Mussó


Antes de los apuntes

Walter Benjamin halló en la palabra de Baudelaire ese estado de oposición que marca al sujeto moderno y su difícil estado que se debate entre un deseo de infinitud y la realidad efímera; que se mueve entre las ansias de heroicidad y la banal línea cotidiana. Así, los poetas enmarcados en la modernidad se enfrascan en la tarea de construir su subjetividad a base de la alteración de la lógica. Se sitúa el poeta en el espacio no transitado por los demás, en lo marginal. Para nosotros puede tratarse del borde, de un escorial o del desierto (no olvidemos este símbolo). La luz, en cambio, ha sido un tópico visitado por numerosas voces a través de las literaturas oriental y occidental. La plástica ha alimentado también a las letras con su amplia experiencia de error y ensayo; y en lo concerniente a la lírica, diremos que la brevedad nunca ha restringido la fuerza ni la proyección que un texto pueda poseer. Al contrario, suele ser acicate para potenciar esa plurisignificación latente en el interior de ciertas construcciones de palabras.


Uno

Sirvan estas líneas iniciales para prepararnos al libro que nos convoca. Se trata de Revés de luz, primera entrega lírica del poeta César Eduardo Carrión. La edición corresponde a 2006 y se debe a Orogenia, de Quito. Estas notas pretenden seguir algunas de las vías del poemario y que sean constatadas luego con la lectura de sus textos. Las secciones en que está dividido el libro son, a saber y para que puedan seguir sin problemas este comentario:

Apuntes para un exordio/
Revés de luz/
Envés de luz/
Apuntes para un epílogo/

El espacio que acoge el inicio del poemario es el desierto, y se lo va a seguir mencionando en su recorrido. Sabemos que las arenas componen el desierto y son pacientes testigos de sus extremos climas y condiciones; pero también la arena es el espacio de la contienda entre gladiadores, donde los que van a morir saludan a una voz superior al empezar su enfrentamiento. Pero no es éste cualquier desierto, sino uno exacto y certero: Llego a aquel desierto preciso de aquel mediodía,/ donde hervía mi sombra. Se plantea así, un punto de partida que, si lo vemos a lo largo del libro, llega a cerrarse en una estructura circular; pero básicamente es un puesto de vigía, una plataforma desde la que se va a leer y también a escribir. El desierto es, entonces, un nudo de relaciones entre esta poética y cierta geografía.

La voz asiste al levantamiento de tierra, agua, aire y fuego, aunque luego desiste de ellos. Así, no se halla en ninguno de los elementos y por ende, la extranjería se certifica como una de sus cualidades. Y la reflexión sobre el poetizar anuncia la tradición, henchida de nombres y también de renombradores de las cosas (Y quiero dejar de decir esos nombres,/ que apenas pronuncio). Los elementos aluden a los orígenes, que también pueden ser ontológicos, y la respuesta del yo ante el mundo real está presente en la imagen encarnadora de sentido, pero también en el principio de que sabe ordenar el caos reproduciéndose a sí misma, y en la palabra como instrumento para captar el funcionamiento de estos engranajes.

La promesa del agua carcome el desierto, nos dice César Eduardo Carrión en el tercero de estos apuntes inaugurales. La promesa denota esperanza en medio del presente nefasto. Es una promesa que carcome, que roe o consume poco a poco, la realidad y así se ratifica la subversión que toda poesía de buena ley asume: es innegable, así, la posición política subyacente en estos versos. Toda vez que esta esperanza insistirá en irrumpir en el horizonte, aunque la voz afirme que mis palabras sean ruidos parecidos a la lluvia. La vida, entonces, se resiste a desaparecer y se aferra, en la adversidad, a las condiciones que la hacen posible -recordamos a Hölderlin (¿para qué poetas en tiempos de penuria?)-. Además, el apóstrofe confirma esa posición y asume un espacio que interpela al lector y lo conmina a destruir su casa para repatriar la huella. Entendemos que casa funciona como símbolo de espacio propio, y no como el ethos de los humanos. Así, nosotros somos llamados a convertirnos en esa primera piedra que nadie se decide a arrojar, como en el evangelio: señal de tener limpia la mirada y de negarse al vacío.
Esta poesía inventa, constata, avanza. Es lo que no es; o sea, lo otro y lo que no aparece fácilmente como previsible. Fijémonos en los verbos utilizados en el quinto momento de este epílogo: apedrea, lanza, desgarra, arroja, incinera, destroza. Ancet nos dice que la escritura solo evoca lo real para evacuarlo. Aparición/ desaparición. Ambigüedad. El discurso siempre es manejado por un poder. Y así como un poder es sustituido por otro, de igual forma ocurre con el discurso. Entonces, se destruye la herramienta con la misma herramienta (como el diamante, que solamente se pule con polvo de diamante); el lenguaje devasta al lenguaje y surge la poesía. Carrión sabe que los actos de habla no son, para nada, inocentes. Si el universo es una biblioteca, los tropos ocasionan traslación de fragmentos de mundo; algo así como la lentísima deriva de (léase dos veces) los continentes.


Dos

Las secciones medias del poemario son Revés de luz y Envés de luz. Al contrario de los “apuntes” (secciones que abren y cierran el libro), todos sus poemas están titulados. Notamos aquí la posición de César: propone la visión del otro extremo de la luz, el de la oscuridad y el ámbito de la penumbra. Además, por confusión fonética, Envés de luz podría ser también En vez de luz (en lugar de luz). Ver la luz, por tanto, desde sus varios rostros.
El primer texto de Revés de luz es Despegue. Aquí La cometa se eleva en la cola del aire./ Expulsa nuestros ojos de la tierra. Esta posibilidad de ver o no ver se liga a la interpelación que se hace a una segunda persona y le recuerda que aunque las raíces sean volátiles, recónditas y mudas, son lo suficientemente fuertes como para demorar el viaje.
La ventana y la piedra aparecen como símbolos en esta lúcida poesía. La primera es uno de los símbolos notorios en otras voces, como la de Jorge Carrera Andrade, llamado poeta de la luz. Pero mientras que para Carrera Andrade la claridad más alta/ relumbra prisionera/ en la ventana límpida// Cuando el verano pasa/ con su guitarra de hojas/ la llama de un faisán/ se enciende la ventana/ reviviendo esperanzas extinguidas/ de un paraíso oculto (Estaciones de Stony Brook, en Vocación terrena, 1972), para César Esta ventana:/ un haz sin envés,/ un revés de la luz atrapada/ entre cuatro paredes/ de agua/ un vértigo petrificado/ sobre el dosel de laminada,/ un espejo sin azogue,/ un abismo horizontal,/ una palabra (Revés de luz). Aquella penumbra que mencionáramos actúa, como idea y como tópico, en contraposición a las cuentas de lo que podríamos llamar rosario onomástico de la poesía ecuatoriana. Es, por tanto, voz que refleja una mirada crítica al pretérito, pero que a un mismo tiempo, se sabe heredera de ese pasado.
La piedra, en cambio, es límite, barrera, dique, puntal, minarete, lápida, estela, proyectil arrojado contra el enemigo, guijarro de río, rastro en el camino dejado para orientar al resto de la tribu. Podemos decir que una persistente simbología telúrica atraviesa la poesía de César Carrión. Con cuidadoso paso y con tono que nos hace permanecer expectantes, nos recuerda los bordes y el compromiso de la escritura, como en Bestiario, texto en que la palabra traspasa el cristal entre víctima y victimario. O en Buril: Cuando callo, otras voces pronuncian/ nombres. Aquí, el hablante demuestra la conciencia de hallarse inmerso en un horizonte poblado de pares. Pero la piedra también es resultado de buscar y desear fijar elementos que devengan cohesión en un momento en que más haga falta.
Por su lado, el desierto -al igual que la piedra lo hace con los bordes- nos habla de frontera. Y está haciéndole lugar a un ámbito donde la planicie recuerda un panorama que se piensa limpio y firme, aunque desolado. Está allí una intención de trabajo en una manera muy visible: con un pie en la tradición de la que se toman ciertos símbolos, y con la disposición de un todo compuesto de exordio, cuerpo y epílogo, a la usanza canónica.

Las imágenes con que César Carrión construye su poesía quieren restituir una relación directa entre el lenguaje, el mundo y las cosas; se deja de lado la linealidad de la razón occidental. Si la palabra idealiza y abstrae, entonces el desierto no está necesariamente ordenado por las leyes que rigen las cosas (léanse arena, espacio concreto, escasos elementos) y allí está la dimensión conceptual.
Epifanía se titula el poema que abre Envés de luz. Cómo no recordar las epifanías de Joyce, aquellos espacios (también silencios, gestos, etc.) que reemplazan a las palabras en los momentos de dispersión. Esta vocación de las palabras hacia su desaparición o dispersión nos habla de algo que el texto ha aprehendido del desierto –un espacio donde las palabras son no tan necesarias-. Si leemos el poema, se refuerza esta idea:

Nudo de sangre,
latido feroz.
Un ciego tienta la cruz
en sus venas.
Quien quiera nombrar,
lo indulta.

Después, el hablante lírico persiste en su misión reguladora y es guardián de los límites. Se moviliza, mas sin angustia, en medio de barcos que encallan, arboledas desnudas (la aridez completa). Y halla en los ríos de los nombres/ cataratas de los ángeles mortíferos. El vigía en que se ha convertido testimonia desde su posición y nos da la señal de alerta. Ángel es la nueva. Pero no es el evangelio (de eu = bueno; y ángel = noticia). Son ángeles portadores de muerte los que vienen entre un flujo de nombres y figuras. Se recomienda paso de cuidadoso ritmo y discreción en la toma de decisiones.
Del tono habíamos dicho que nos mantiene a la expectativa. Si tuviéramos que ubicarlo, diríamos que es neutro. Para decirlo en palabras del poeta: No escucho ni un solo lamento/ ni una sola carcajada./ Lleno de envidia,/ subo al árbol/ y espero. Esto es, se sitúa en un punto medio entre el llanto y la risa. No hay tragedia, pero tampoco confianza en mejores días.


Y tres

El trasluz, esa luz que se ve a través de un cuerpo, es el final de una cadena de metáforas que incluye Hordas de sangre/ tras las pestañas,/ tropeles cautivos/ después del rumor,/ relámpagos/ y féretros. Recordamos al Vallejo de Los heraldos negros cuando remarca la gordura de la sombra al lado de la tísica luz. César Carrión, al igual que César Vallejo, sabe que la poesía es la herramienta con que la voz se enfrenta a la vacuidad: la pluma en la mano/ contra el abismo, nos dice.
La luz se asume como una suerte de lámina que cubre los paisajes, donde lo significativo se torna simbólico y también da paso al fenómeno inverso. La luz (¿el conocimiento?, ¿la expresión de un cosmos armónico?) sería la mediadora entre las palabras y las cosas nombradas (mundos, por cierto, de naturaleza distinta).
La patria del poeta y de todos los poetas, el lenguaje, se muestra en estas líneas como toda esa tradición aludida ya en el inicio del poemario.
Nuevamente las alusiones bíblicas se hacen notar cuando la voz poética, como el profeta o el bautista, se dirige al desierto, al viento el desierto. Y aquí, se traduce la crisis unida a la idea del destierro. Desde esta crisis y desde este destierro, el yo poético se esfuerza por sostener su identidad. Además, aunque el acto lírico se traduce a veces en actitud religiosa, notamos que los usos del re-ligare van en busca de una apropiación de la realidad que se logra mediante la interiorización –aunque el hablante se enfrente a la intemperie-. Es como si se le diera la razón a Lezama Lima cuando afirma que lo esencial del hombre es su soledad:
Descubro en las ventanas/ la mueca de los muertos,/ la piedra de los vivos./ Repiten estos versos en secreto./ El fuego propaga las voces,/ las brasas ofrecen el eco. Apenas entretejo con cenizas,/ con pavesas/ estos mínimos cedazos de silencio.
Y aunque se confiese inofensiva, la voz no lo es: fracasa la instauración del abismo y se le da espacio a lo lúdico, a los juegos del lenguaje que también aluden a juegos circenses y, por sugerirse un escenario, nuevamente al límite. Así nos lo hace ver cuando en el último momento del libro leemos: Salto en la luz,/ malabar en el borde.// De la cuerda que cruzo despegan/ la memoria,/ el olvido.


Epílogo

Habíamos dicho anteriormente que esta poesía destaca por su lucidez. Asume su discurso en diálogo sostenido con esos nombres de nuestra tradición poética moderna. Actúa la creación de César Eduardo como pre/ liminar: como anuncio de lo que está tras la frontera. Empinado ha sido su modelo; inquisitivas, sus búsquedas e indagaciones. Luz y conocimiento son tamizados por una red de símbolos de enfoque distinto a los poetas de la claridad (los poemas, más que a cristal, suenan a madera). Y como correlato de su severidad formal hay persistente solidez. Ésta da cuenta de una intención, pues su prólogo, cuerpo central y epílogo no son yuxtaposición de poemas, sino conjunto orgánico.
Los poemas de Revés de luz se erigen como provenientes de quien nos advierte de las malas nuevas y de los peligros que acechan a las identidades individual y colectiva. Llevan imágenes de origen ctónico y es inobjetable la coherencia que lleva su reflexión. La voz del hablante toma conciencia del tiempo: trasciende el yo individual y se proyecta en temporalidad y especialidad propias. Nos hace sentir que arrastra en su recorrido algo que no es ella, pero que nos llega a través de ella. Así como su corte versal quiebra el discurso, lo mismo sucede con todo lo que le es inmanente (se desliza, críticamente, una y otra vez). Entonces, funciona como reflejo de un balance ante aquel dualismo lleno de contrarios (tradición y modernidad; lucidez e insania; visión y ceguera; memoria y olvido, vértigo y respiro). Y más que augurar o prometer, cumple con notorias sugerencia y profundidad en nuestras letras contemporáneas.