Fundación de una comarca llamada realidad,
o de cómo relumbra el verbo adámico*
(sobre el libro La mirada del Cíclope de Eduardo Adams)
o de cómo relumbra el verbo adámico*
(sobre el libro La mirada del Cíclope de Eduardo Adams)
Por Fabián Darío Mosquera
Para establecer ejemplos históricos de lenguas cuya creación, dentro del marco del ejercicio literario, se haya suscitado en América Latina, Severo Sarduy nos recuerda el surgimiento de la jitanjáfora, a mediados de los años veinte, por voz del poeta y diplomático cubano Mariano Brull, así como de la masmédula, algunos años después y por cortesía del inmenso trovador argentino Oliverio Girando. En el primero de los casos, se trata de un habla, o si se quiere, una lengua lírica construida tomando como referencia esencial la mera fonética, el delicioso estruendo de las palabras, más que su sentido. En el segundo nos encontramos, como el mismo nombre lo insinúa, con un “suplemento de la médula”, es decir, “del meollo”; de tal forma que se propicie el hallazgo de un “extra sentido” al retorcer las palabras “como trapos mojados”, en lúdica indagación de nuevas significaciones. Y frente al interrogante de “¿Por qué todo lo anterior es latinoamericano?”, el llamado “poeta de imaginación fertilísima” contesta: “por el sesgo paródico, burlón que toma frente al modelo –en este caso la lengua española ortodoxa, académica-, y por una necesidad casi ontológica de faltar al respeto”.
Según esta caracterización de lo latinoamericano en el habla- sea esta literaria o no- podemos concluir que los cuentos que conforman el libro que hoy se presenta, constituyen una luminosa herencia de aquella forma de intuición, de sensibilidad frente al lenguaje. Y no sólo debido a esa predisposición de hacer tambalear las estructuras de la lengua-paradigma (cosa que también hemos visto en Carroll, por ejemplo), o a un cabal entendimiento de lo que ofrece aquel “sesgo burlón” como herramienta expresiva; sino porque el mundo latinoamericano es susceptible al mismo dictamen que Alberto Moravia esbozó acerca del África: “lugar fascinante, porque aquí la naturaleza aún se impone sobre el hombre”. Si bien muchos cuentos de Adams tienen un escenario explícitamente urbano, el talento, o mejor, la ductilidad literaria con la que han sido escritos es de una exhuberancia tan copiosa, que más bien se acerca al irreprimible albedrío del invierno que incendia de verde los calculados y simétricos vergeles municipales, sometiendo toda obra demasiado cartesiana a la desnudez de la naturaleza, y volviendo a la caudalosa pericia literaria en el caso que nos atañe, es posible advertir la pulsión indómita de una genuina y entrañable vocación, marcada fundamentalmente por la presencia de una evidente aptitud poética, una valiosa forma de construir el habla de los personajes, para luego articularla de manera eufónica con la voz narrativa, además de la ya mencionada necesidad de irrespetar (cosa que en este caso no significa “menospreciar”) la lengua de la convención: “Me habían dado ganas de fumarme un cafecito, de tomarme unos cuantos tabacos murciélagamente a oscuras y al revés, claro, para pensar mejor y olvidarme, para olvidar pensarte; pero la otra noche que no era tan negra como tus ojos verdes volvió y se me enlodó la calma”.
Se trata, según el mismo Sarduy, más que de un acto revolucionario, de uno edípico; y por ello la mutación de la lengua cumple no sólo un papel re-organizativo, sino más bien fundacional, o más precisamente, creacionista. He allí el nervio poético de estos textos; ya que si Shelley, en su Defense of Poetry, revela que “la poesía es, en general, la expresión de la imaginación”, y Schreiber afirma que “no nos dice algo, sino que hace que nos ocurra algo”, parece claro que es justamente éste el efecto alcanzado por la literatura de Adams, pues nunca se queda en una mera lectura “mimética” de la realidad sino que es, para utilizar una expresión del semiólogo Victorino Zechetto, “signo en constante tránsito” y, por eso mismo, generadora e instauradora de un anhelo de nueva realidad. A través, por ejemplo, de una llana revisión de los epígrafes que utiliza, resulta sencillo darse cuenta de que a varios escritores o artistas que compartieron este empeño, que en algún momento se rehusaron a beber de la redoma del canon ortodoxo, Adams ofrece sus tributos: Cortazar, Paúl Puma, Adoum y la referencia de Cronenberg. El propósito expresivo en el oficio de este joven narrador llega a homologar aquello que habita el germen de la poesía, porque en ella, más allá de los regodeos formales del lenguaje, la importancia de lo que se dice termina menguando frente a la de lo que se sugiere. Para intentar una constatación, resta una lectura de un corto cuento, uno de los más hermosos del volumen, titulado “A las tres de la tarde”.
“La mesa tropezó con tu muslo y a la taza le dio la gana de voltearse. El café supo que el vértigo es una cosquilla borracha, que el precipicio es una sed de sujeción, por eso el charco resolvió dispersarse en cinco direcciones como una mano que va abriéndose, y luego como un ave: un sexto dedo que va creciendo opuesto al pulgar, la cabeza, con una uña que se alarga, el pico. Se ha ido volando en un papel absorbente y tú te has quedado en el umbral, mirándola subirse al taxi, sintiendo unos picotazos en el hombro derecho, son setenta y cinco centavos por el capuchino, ¿tiene suelto para uno de veinte?, no. Y recién ahora el dolor en el muslo, mientras buscas algo de suelto en ese bolsillo que tiene mucho de nido abandonado, acaso lo esté, porque tu mano hurga insistente, aletea intentando alcanzar lo inaprensible y ya rebasa las copas de los sauces. A esta hora el tráfico es ligero como una pluma”.
Detrás de la anécdota, que parece al principio ir moldeándose al óleo, para terminar siendo una tentativa cinematográfica de Buñuel o Cocteau, subyace un cardumen fresco de invenciones, de posibilidades insinuadas apenas por una escena simple, que al mismo tiempo, concentra una telúrica energía semántica. Es como si pudiéramos saber la edad, el nombre y los temores de la hermosa mujer que nos coquetea del otro lado de la fiesta, con tan sólo atender al “oferente” movimiento de su hombro desnudo. La palabra en esta obra funciona como utensilio para urdir sugerentes atmósferas, en las que los personajes viven permanentemente una íntima borrasca. En ese sentido, la referencia mitológica del cíclope se emplea para proponer la presencia de una cosmovisión alternativa: la de actores que cabalgan por los márgenes. El monstruo enmarañado con sus propias hebras, así como Mamisú, el travesti, o incluso el hombre, que ataviado de despecho fuma, atraviesa la copa de los sauces o se vuelve payaso, son prototipos que terminan sintetizados en la mención del personaje homérico, que aquí se convierte en un faro de certidumbres que rebate al Ulyses del sentido, y lo guía a través de un periplo por meandros urbanos, no precisamente del Dublín catado por el Leopold Bloom de Joyce, sino de un Guayaquil, que en sensibles palabras del narrador que esta noche nos convoca, es una mujer enferma los domingos.
El libro se encuentra sembrado de “gustosos guayaquileñismos” (para decirlo a la manera en que Mutis recordaba los “deliciosos galleguismos” que colman los textos de Cunqueiro) y sin embargo no resulta hostil para un lector ajeno a los modos culturales y al habla coloquial porteña. A partir de un perspicaz maridaje entre dichos elementos de la expresión popular, y una forma de narrar matizada, como hemos dicho, por una suerte de elegancia lírica, Adams logra regatear la postal folklórica y el cliché que, en nuestro medio, termina por definir con demasiada frecuencia esa supuesta utilización ornamental de la cotidianeidad y el lenguaje urbano: “La memoria y el olvido se recortan mutuamente y me recortan, son dos hojas herrumbradas de una tijera forjada en aire, son el vaivén del machete en la cantera y yo soy machetazo vicioso, poda vertiginosa que va restando lo que abunda a la vez que viene sumando lo que sobra en una aritmética exquisitamente maligna, como el cebiche de ostión con cinco cucharadas rebosantes de ají levantamuertos que nos mandamos afrentosos en los agachaditos cuando empezábamos a intimar…”.
Guayaquil termina siendo ámbito en el que logra condensarse una voz robusta, profundamente reflexiva, convencida de sus herramientas estéticas, y sobre todo, marcada por la impronta del atrevimiento lúdico. Resulta difícil que Francisco, la flaca y Santiago, personajes que constituyen fundamentos transversales de las últimas “unidades” narrativas del volumen, no resulten similares a la tríada cortazariana compuesta por Oliveira, Traveler y Talita y/o la Maga. En su momento, la crítica latinoamericana rescató de Rayuela, entre otras cosas, el hecho de que propusiera a través del texto pronunciado de los personajes, e incluso a través de la misma voz narrativa, una retórica de gran calado en las aguas de una encrespada y efervescente sensibilidad juvenil. La primera colección de cuentos de Eduardo Adams representa un valioso ejemplo del mismo fenómeno, y debe, por su calidad, llegar a propiciar que a través de la entrañable relación texto-lector, un cúmulo de gente de su propia generación sea capaz de exhumar el arte, la técnica o el oficio de localizar rasgos de su universo inmediato en la literatura, y convertir dicho ejercicio en gozo. Paradójicamente, la soltura que Adams consigue y muestra en su “narrativa lírica” (como he decidido por fin llamarle, soltura que me hace afirmar lo dicho con anterioridad) es producto de una actitud de compromiso con el estigma sacro de las letras, singularizada por la disciplina y el rigor intelectual, además de una humildad de escuela campestre, de tierra mojada y de zafra (volvemos aquí a la naturaleza). No exista duda: nos encontramos frente a un creador al que no le conmueve agregarse al vedettismo de burlesque que ha caracterizado la llamada literatura joven de Guayaquil durante los últimos años, sino que se encuentra esculpiendo, de manera responsable, la silueta de un discurso personal, que se sitúa entre los más lúcidos de la narrativa que viene surgiendo de este fondeadero extraño y húmedo, al que llamamos puerto principal de una línea imaginaria.
Dice Whitman a través de un epígrafe que aparece en este libro: “Siempre el impulso procreador del mundo…Aquí estamos yo y este misterio”. Luego agrega: “Y todas estas cosas se hacen parte de aquel o aquella que ahora las lee atentamente”. No necesitamos mucha fe para creer que Adams continuará, como con un alfanje levantado frente a los cañaverales de su infancia, atento a extraer la pulpa edulcorada de un orden, de una mies de formas que utiliza para la instauración de su propia certeza de realidad. Y la molienda se propiciará sobre la página en blanco, para que todas esas cosas se hagan parte de aquel o aquella que las lea atentamente; en búsqueda del tuétano, del impulso procreador de un mundo vivamente lírico, que a su vez conjura el hondo anhelo, compartido ya por varias subjetividades, de que se afiance la presencia de este escriba en el tablado de la literatura ecuatoriana, así como en nuestra sensibilidad su fascinante misterio.
* Texto leído el miércoles 21 de marzo del 2007, en la cafetería del Museo Antropológico y de Arte Contemporáneo de Guayaquil, durante el lanzamiento del libro La mirada del cíclope, del escritor Eduardo Adams.
Según esta caracterización de lo latinoamericano en el habla- sea esta literaria o no- podemos concluir que los cuentos que conforman el libro que hoy se presenta, constituyen una luminosa herencia de aquella forma de intuición, de sensibilidad frente al lenguaje. Y no sólo debido a esa predisposición de hacer tambalear las estructuras de la lengua-paradigma (cosa que también hemos visto en Carroll, por ejemplo), o a un cabal entendimiento de lo que ofrece aquel “sesgo burlón” como herramienta expresiva; sino porque el mundo latinoamericano es susceptible al mismo dictamen que Alberto Moravia esbozó acerca del África: “lugar fascinante, porque aquí la naturaleza aún se impone sobre el hombre”. Si bien muchos cuentos de Adams tienen un escenario explícitamente urbano, el talento, o mejor, la ductilidad literaria con la que han sido escritos es de una exhuberancia tan copiosa, que más bien se acerca al irreprimible albedrío del invierno que incendia de verde los calculados y simétricos vergeles municipales, sometiendo toda obra demasiado cartesiana a la desnudez de la naturaleza, y volviendo a la caudalosa pericia literaria en el caso que nos atañe, es posible advertir la pulsión indómita de una genuina y entrañable vocación, marcada fundamentalmente por la presencia de una evidente aptitud poética, una valiosa forma de construir el habla de los personajes, para luego articularla de manera eufónica con la voz narrativa, además de la ya mencionada necesidad de irrespetar (cosa que en este caso no significa “menospreciar”) la lengua de la convención: “Me habían dado ganas de fumarme un cafecito, de tomarme unos cuantos tabacos murciélagamente a oscuras y al revés, claro, para pensar mejor y olvidarme, para olvidar pensarte; pero la otra noche que no era tan negra como tus ojos verdes volvió y se me enlodó la calma”.
Se trata, según el mismo Sarduy, más que de un acto revolucionario, de uno edípico; y por ello la mutación de la lengua cumple no sólo un papel re-organizativo, sino más bien fundacional, o más precisamente, creacionista. He allí el nervio poético de estos textos; ya que si Shelley, en su Defense of Poetry, revela que “la poesía es, en general, la expresión de la imaginación”, y Schreiber afirma que “no nos dice algo, sino que hace que nos ocurra algo”, parece claro que es justamente éste el efecto alcanzado por la literatura de Adams, pues nunca se queda en una mera lectura “mimética” de la realidad sino que es, para utilizar una expresión del semiólogo Victorino Zechetto, “signo en constante tránsito” y, por eso mismo, generadora e instauradora de un anhelo de nueva realidad. A través, por ejemplo, de una llana revisión de los epígrafes que utiliza, resulta sencillo darse cuenta de que a varios escritores o artistas que compartieron este empeño, que en algún momento se rehusaron a beber de la redoma del canon ortodoxo, Adams ofrece sus tributos: Cortazar, Paúl Puma, Adoum y la referencia de Cronenberg. El propósito expresivo en el oficio de este joven narrador llega a homologar aquello que habita el germen de la poesía, porque en ella, más allá de los regodeos formales del lenguaje, la importancia de lo que se dice termina menguando frente a la de lo que se sugiere. Para intentar una constatación, resta una lectura de un corto cuento, uno de los más hermosos del volumen, titulado “A las tres de la tarde”.
“La mesa tropezó con tu muslo y a la taza le dio la gana de voltearse. El café supo que el vértigo es una cosquilla borracha, que el precipicio es una sed de sujeción, por eso el charco resolvió dispersarse en cinco direcciones como una mano que va abriéndose, y luego como un ave: un sexto dedo que va creciendo opuesto al pulgar, la cabeza, con una uña que se alarga, el pico. Se ha ido volando en un papel absorbente y tú te has quedado en el umbral, mirándola subirse al taxi, sintiendo unos picotazos en el hombro derecho, son setenta y cinco centavos por el capuchino, ¿tiene suelto para uno de veinte?, no. Y recién ahora el dolor en el muslo, mientras buscas algo de suelto en ese bolsillo que tiene mucho de nido abandonado, acaso lo esté, porque tu mano hurga insistente, aletea intentando alcanzar lo inaprensible y ya rebasa las copas de los sauces. A esta hora el tráfico es ligero como una pluma”.
Detrás de la anécdota, que parece al principio ir moldeándose al óleo, para terminar siendo una tentativa cinematográfica de Buñuel o Cocteau, subyace un cardumen fresco de invenciones, de posibilidades insinuadas apenas por una escena simple, que al mismo tiempo, concentra una telúrica energía semántica. Es como si pudiéramos saber la edad, el nombre y los temores de la hermosa mujer que nos coquetea del otro lado de la fiesta, con tan sólo atender al “oferente” movimiento de su hombro desnudo. La palabra en esta obra funciona como utensilio para urdir sugerentes atmósferas, en las que los personajes viven permanentemente una íntima borrasca. En ese sentido, la referencia mitológica del cíclope se emplea para proponer la presencia de una cosmovisión alternativa: la de actores que cabalgan por los márgenes. El monstruo enmarañado con sus propias hebras, así como Mamisú, el travesti, o incluso el hombre, que ataviado de despecho fuma, atraviesa la copa de los sauces o se vuelve payaso, son prototipos que terminan sintetizados en la mención del personaje homérico, que aquí se convierte en un faro de certidumbres que rebate al Ulyses del sentido, y lo guía a través de un periplo por meandros urbanos, no precisamente del Dublín catado por el Leopold Bloom de Joyce, sino de un Guayaquil, que en sensibles palabras del narrador que esta noche nos convoca, es una mujer enferma los domingos.
El libro se encuentra sembrado de “gustosos guayaquileñismos” (para decirlo a la manera en que Mutis recordaba los “deliciosos galleguismos” que colman los textos de Cunqueiro) y sin embargo no resulta hostil para un lector ajeno a los modos culturales y al habla coloquial porteña. A partir de un perspicaz maridaje entre dichos elementos de la expresión popular, y una forma de narrar matizada, como hemos dicho, por una suerte de elegancia lírica, Adams logra regatear la postal folklórica y el cliché que, en nuestro medio, termina por definir con demasiada frecuencia esa supuesta utilización ornamental de la cotidianeidad y el lenguaje urbano: “La memoria y el olvido se recortan mutuamente y me recortan, son dos hojas herrumbradas de una tijera forjada en aire, son el vaivén del machete en la cantera y yo soy machetazo vicioso, poda vertiginosa que va restando lo que abunda a la vez que viene sumando lo que sobra en una aritmética exquisitamente maligna, como el cebiche de ostión con cinco cucharadas rebosantes de ají levantamuertos que nos mandamos afrentosos en los agachaditos cuando empezábamos a intimar…”.
Guayaquil termina siendo ámbito en el que logra condensarse una voz robusta, profundamente reflexiva, convencida de sus herramientas estéticas, y sobre todo, marcada por la impronta del atrevimiento lúdico. Resulta difícil que Francisco, la flaca y Santiago, personajes que constituyen fundamentos transversales de las últimas “unidades” narrativas del volumen, no resulten similares a la tríada cortazariana compuesta por Oliveira, Traveler y Talita y/o la Maga. En su momento, la crítica latinoamericana rescató de Rayuela, entre otras cosas, el hecho de que propusiera a través del texto pronunciado de los personajes, e incluso a través de la misma voz narrativa, una retórica de gran calado en las aguas de una encrespada y efervescente sensibilidad juvenil. La primera colección de cuentos de Eduardo Adams representa un valioso ejemplo del mismo fenómeno, y debe, por su calidad, llegar a propiciar que a través de la entrañable relación texto-lector, un cúmulo de gente de su propia generación sea capaz de exhumar el arte, la técnica o el oficio de localizar rasgos de su universo inmediato en la literatura, y convertir dicho ejercicio en gozo. Paradójicamente, la soltura que Adams consigue y muestra en su “narrativa lírica” (como he decidido por fin llamarle, soltura que me hace afirmar lo dicho con anterioridad) es producto de una actitud de compromiso con el estigma sacro de las letras, singularizada por la disciplina y el rigor intelectual, además de una humildad de escuela campestre, de tierra mojada y de zafra (volvemos aquí a la naturaleza). No exista duda: nos encontramos frente a un creador al que no le conmueve agregarse al vedettismo de burlesque que ha caracterizado la llamada literatura joven de Guayaquil durante los últimos años, sino que se encuentra esculpiendo, de manera responsable, la silueta de un discurso personal, que se sitúa entre los más lúcidos de la narrativa que viene surgiendo de este fondeadero extraño y húmedo, al que llamamos puerto principal de una línea imaginaria.
Dice Whitman a través de un epígrafe que aparece en este libro: “Siempre el impulso procreador del mundo…Aquí estamos yo y este misterio”. Luego agrega: “Y todas estas cosas se hacen parte de aquel o aquella que ahora las lee atentamente”. No necesitamos mucha fe para creer que Adams continuará, como con un alfanje levantado frente a los cañaverales de su infancia, atento a extraer la pulpa edulcorada de un orden, de una mies de formas que utiliza para la instauración de su propia certeza de realidad. Y la molienda se propiciará sobre la página en blanco, para que todas esas cosas se hagan parte de aquel o aquella que las lea atentamente; en búsqueda del tuétano, del impulso procreador de un mundo vivamente lírico, que a su vez conjura el hondo anhelo, compartido ya por varias subjetividades, de que se afiance la presencia de este escriba en el tablado de la literatura ecuatoriana, así como en nuestra sensibilidad su fascinante misterio.
* Texto leído el miércoles 21 de marzo del 2007, en la cafetería del Museo Antropológico y de Arte Contemporáneo de Guayaquil, durante el lanzamiento del libro La mirada del cíclope, del escritor Eduardo Adams.